jueves, 26 de julio de 2018 0 comentarios

                   

                       EL MENSAJERO DE SATMAR

                                 ("La Sangre de David" - Cincuenta años antes)



Por José Ramón Burgos Mosquera

(Fragmento del Capítulo 2):

...Cuando el capitán  del buque dio tres largos pitazos, los pasajeros se volcaron a los corredores de cubierta para observar la multitud de curiosos que esperaban en las gradas del embarcadero donde ataban el cabo. Desde allí descubrieron aquel apostadero único y feliz donde los negros usaban vestido completo de paño real inglés, compraban zapatos “tres coronas” y exhibían orgullosos a sus mujeres ataviadas con hermosas túnicas multicolores o recamados vestidos ceñidos a sus deslumbrantes cuerpos de palmera. Todo parecía un carnaval de celuloide, pleno de  una africanidad cercana, por lo que los viajeros confundidos terminaban creyendo que esos cuellos alargados, adornados con cadenas de oro  y pendientes de esterlinas en las orejas, no pertenecían a estas tierras.
Puerto Tejada, nombrado así por el gobierno en homenaje a un fiero militar conservador de mediados del pasado siglo, era entonces un pueblo de casas solariegas con treinta años de fundado donde los negros ebrios de libertad, consumidos por el fuego del liberalismo que sentían correr por sus venas, creían que disfrutar y soñar era la mejor manera de compartir su riqueza y la abolición que habían alcanzado hacía apenas siete décadas. Por eso les tenía sin cuidado el nombre que les habían impuesto para su villorrio. Ya llegaría el día en que sus nietos lo cambiaran por Puerto Rico que se acomodaba a su talante alegre y libertario.  El barrio de Las Dos Aguas y el entorno de la plaza central  protegida de la implacable canícula  por tres centenarios samanes, constituía lo que dio en llamarse la “Capital cacaotera de Colombia” y quien visitaba al Cauca sobreviviente de las hecatombes civiles de finales del siglo XIX, se encontraba con sus calles polvorientas, rectas y alegremente arborizadas, apretujadas por las recuas de animales cargados con las cosechas de sus 10.000 hectáreas sembradas en cacao y con decenas de balsas de guadua atracadas en el entrecruce de sus dos ríos a la espera de los compradores del grano, café, aves, plátano y oro. Los hombres de entonces tenían un fiero sentido del honor y se les respetaba o se moría.

-        ¡Aquí somos hombres de braga! –decía Sabas Casarán, uno de sus líderes.

Los negros ostentaban con orgullo su libertad y exhibían sin falsas modestias su momento de prosperidad. Por eso gastaban a manos llenas, y las ocasiones en que el vapor tocaba a su puerto en la Plaza Chiquita era razón suficiente para disfrutar una semana de juerga con  amigos.

Para Maurice, nada pareció exorbitante hasta cuando descubrió entre la multitud el destello de la sonrisa fresca de una mujer que se protegía del bochorno bajo un paraguas color violeta. La observó caminar en la distancia, y encontró en el rítmico ondear de sus caderas  la sensualidad eterna que había descubierto en Siagolome. El corazón le dio un brinco y de pronto, víctima de esa fascinación nigromante que recorría su cuerpo, sintió la misma incontenible necesidad de acercarse y verla allí de nuevo. Sin embargo, cuando logró bajar del barco la hermosa visión había desaparecido. La sensación inequívoca de su proximidad lo mantuvo alerta y con una inquietante zozobra  que no desaparecería hasta  encontrar a quien la había desencadenado.

El resto del recorrido lo hizo a caballo por un carreteable transitado por vaqueros que arriaban ganados y trabajadores negros que iban y venían de plantación en plantación. El cuadro era nuevo y excitante para Maurice, asombrado por el colorido y abundancia de aves, las bandadas de garzas que volaban junto a la caravana de caballistas y que suavemente terminaban posándose sobre la tierra vibrante, espléndida, abierta como una fruta en  hileras rebanadas por los discos del arado que giraban halados por la fuerza de estrafalarios tractores Bolinder Munktel, recién incorporados a la faena.

La hacienda era una ancestral casa colonial, resguardada de los inclementes soles del trópico por dos monumentales ceibas similares a las de la plaza del pueblo, que le daban un aire de frescura y seguridad envidiables. El camino hacía una curva al final y de pronto bajo un concierto de gorriones y azulejos aventureros, el vuelo plácido de una garza extraviada y grupos dispersos de aves que viven a plenitud en el inmenso samán central, apareció la magnificencia del pasado en los múltiples arcos victoriosos de la gran casona y sus regias construcciones circundantes: los cimientos visibles de piedras pulidas, las columnas histriónicas delineadas con tallas antropomorfas e inscripciones egregias traídas desde milenarios cementerios de indios, amplios corredores cercados de barandas talladas en madera, estratégicas ventanas entreabiertas, fuentes de helechos arqueados, y hojas rotas gigantescas que rivalizaban con soberbios tinajones exhalando su encanto cerca de donde sobrevivían sombreros de esparto dejados al azar sobre baúles sin tiempo y  altos asientos en cuero repujado. Aquí y allá grandes bateas de cobre guardaban reposo después de haber cumplido su cita con el pasado, y a un costado emergían las huellas de los caneyes donde departían los esclavos y donde seguramente, anduvo cabriolando con los hijos de los trabajadores negros el corajudo antepasado de los dueños de casa, quien estaba predestinado a representar mejor que nadie una alianza implícita y una empatía natural con los negros del Patía y del Norte del Cauca a lo largo de sus interminables guerras civiles. A los asombrados visitantes se les advertía que cerca de allí, de este y del otro lado del río, las “mama-lúas” Yoruba aún continuaban pitonizando los sueños de sus hijos y dándole a cada circunstancia de la vida el rigor fantástico que les viene de su cultura africana, pese a haber transcurrido tres siglos desde su llegada a América. Pero en los ojos de los negros aún yacía la misma llama nostálgica que los mantenía atados al ayer, impidiendoles romper el cascarón de su soledad.

Maurice tomado de la mano de su novia guardaba silencio, pero en  realidad estaba pensando en cómo escapar de allí para buscar la causa de su desasosiego. Una circunstancia fortuita rompió la magia del instante y le dio la oportunidad de hallar respuesta a su delirio. Sucedió que uno de los trabajadores de la hacienda armado de un cuchillo, embriagado y soberbio, comenzó a ofender a viva voz a don Bernardo a quien retaba a salir de la casa a responderle como un hombre, y aunque éste en verdad lo era,  se trataba de alguien que superaba los setenta años para enfrentar a un curtido operario que apenas rondaba los treinta. Cuando nadie lo esperaba Maurice encaró al agresor protegiéndose la mano derecha con su blanca chaqueta de dril, y tras eludir un lance del energúmeno lo tomó del antebrazo, y girando velozmente  su cuerpo descargó con violencia el brazo sobre su hombro desarmandolo de inmediato y provocando luxación de su extremidad. No obstante, Maurice siguió golpeando con los codos el rostro del hombre hasta cuando intervinieron otros peones de la finca separándolo del caído, quien quedó irreconocible.  El salvaje que permanecía oculto, aquel ser despreciable que llevaba dentro y aparecía en las noches de París, estaba ahora presente bajo el cabello revuelto y la mirada llameante de sus ojos.

Tras el escándalo y confusión vividos, sintió dolor en la muñeca izquierda que comenzó a hincharse quizá por un probable esguince, por lo que decidieron ir en busca del único médico existente en el pueblo, quien gozaba de una merecida fama de ser capaz de componerlo todo. El se dejaba atender, aunque captaba el halo de misterio, estupor y admiración que lo rodeaba. Para quienes desconcertados, medrosos o acobardados habían presenciado la pelea, el mensaje era claro. Había llegado otro hombre a la hacienda y tenía nervios de acero. Su sensible prometida aún temblaba por el pánico  soportado. Sentada a su lado permanecía pálida, conmovida y nerviosa por lo que había sucedido, pero en su interior, el orgullo de saberse pretendida por un hombre  valiente había acrecentado la idílica pasión  que la devoraba sin  descanso, desde cuando descubrió en aquel ser la plena realización de sus sueños.

Tres días después cuando acompañado de la familia de su novia, fue hasta el pueblo donde le sería retirada la férula que le dejaran en la madrugada de la antevíspera, la descubrió  en el pequeño dispensario donde fuera atendido. En ese momento ya había corrido la noticia  de su temeraria lucha con el cerrero Olegario Galvis, reconocido como un caza pleitos inaguantable, por lo que algunos curiosos estaban sorprendidos de no descubrir heridas en el cuerpo.

 Maurice guardó silencio y aunque parecía que no tenía sentidos sino para disfrutar la esbelta figura de su inquietante  enfermera, se maravilló al descubrir cómo  la piel  quemada de sus diestras manos  recorría con estudiada suavidad su aterida extremidad dedo a dedo, masajeandolo con ternura y una sabiduría ancestral que le  provocaba una paz inexplicable y un equilibrio desconocido en él. Era la primera vez desde cuando arribó a estas tierras de poderosa desmesura que encontraba un resquicio para pensar en los saltos que daba su vida. El dolor  era soportable. Aun así, la frente  estaba perlada de sudor y su mirada había perdido ese marco de insolencia que los distinguía hasta convertirse en una línea gris acerada que le daba un aire impenetrable y desolado. Observando sin pestañear cada paso que daba aquella mujer, compartió la dulzura de su aliento fresco y la miel derretida de sus grandes ojos de gacela,  comprobando que la visión desde el puente del barco no había sido una alucinación. Hallaba en ella algo indefinible y extraño, pese a que no hablaron nada. Es cierto que no hubo espacio para las palabras y sin embargo, Maurice encontró interrogantes inexplicables, que lo conmovieron y fascinaron de tal manera que al terminar el procedimiento ambos sabían que serían amigos o amantes algún día.


viernes, 20 de julio de 2018 0 comentarios

SEVILLA TIENE UN COLOR ESPECIAL


Por. José Ramón Burgos Mosquera

Confieso que fue amor a primera vista. Un  entusiasta grupo de mozalbetes venía coreando el estribillo de su canción emblemática como si fuera una nana de cuna:

"Sevilla, tan sonriente, yo me lleno de alegría cuando hablo con su gente, 
Sevilla enamora al cielo, para vestirlo de azul, capazo duerme en Triana, 
Y la luna en Santa Cruz. 

Todos a una se acompañaban con palmas y entonaban:

"Sevilla tiene un color especial, Sevilla sigue teniendo, su duende 
Me sigue oliendo a azahar, me gusta estar con su gente". 

La primera voz era de una joven mochilera de corte universal que se nos metió en el alma:

"Sevilla, tan cariñosa, tan morenita, gitana, tan morena y tan hermosa, 
Sevilla enamora al río y hasta San Lucar se va, y a la mujer de mantilla 
Le gusta verla pasar". 

Sus amigos la animaban con el coro y las palmas: 

"Sevilla tiene un color especial, Sevilla sigue teniendo, su duende 
Me sigue oliendo a azahar, me gusta estar con su gente".

Desde entonces vagamos recordando esa deliciosa canción: 

"Sevilla, tu eres mi amante, misteriosa reina mora, tan flamenca y elegante, 
Sevilla enamora al mundo por su manera de ser, por su calor, por sus ferias, 
Sevilla tuvo que ser." 

Esa identidad universal de los sevillanos que los hace ciudadanos del mundo, subyuga. Se sienten los dueños del nuevo mundo, herederos de una gesta heróica sin dimensiones que preservan en el edificio de la Casa de Contratación, en sus museos, en sus alcázares y en sus actitudes ante la vida. Eso los hace excepcionalmente cultos, gentiles, generosos, dignos y mundanos. Mucho de sangre árabe corre no solo por sus venas sino en cada vuelta de esquina donde se encuentra ese espíritu de cultura milenaria y distante. Y en el entramado esa efervescencia andaluza que salpica aquí y allá haciendo de ésta ciudad una de las más originales del mundo.
 
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