AL FINAL DE LA ESPERA
1
Atravesó
el espacioso salón de la recepción del Hotel con dirección al restaurante que
casi circundaba la piscina ubicada en el tercer nivel de la edificación.
Escogió una mesa sombreada que le permitía contemplar la mejor panorámica: la pulcra
silueta de los gigantescos buques que entraban y salían, los alegres saltos de
las lanchas de pescadores que regresaban de faenar cerca de las islas del
Rosario y el vuelo agitado e inverosímil de gaviotas, pelícanos y mariamulatas
que orzaban a sotavento a la espera de la recogida de los trasmallos. Seleccionó
el desayuno que solía tomar desde hacía una semana y abrió el periódico para
inmiscuirse en ese pequeño microcosmos del cotidiano acontecer de Cartagena de
Indias.
Se
reconcilió con el infinito tras una noche plácida e inolvidable, confortado por
el recuerdo del parque de Salamanca que lo anonadaba de nuevo durante el
recorrido entre Ciénaga y Barranquilla bordeando el océano. Las incontables
islas separadas por canales que los comunican con la Ciénaga Grande de Santa
Marta, sus palmiches, cactus y mangles retorcidos lo sorprendían como en la
primera ocasión, y la visión de los flamencos rosados, el bullicio de miles de
aves del paraíso y el encanto de la mar turquesa encantaban a cualquiera. Era
increíble ese conjunto de bellezas incontables que Colombia tenía allí a la
vista de centenares de turistas que se embriagaban con el espectáculo.
Fue
mientras hojeaba El Universal, el diario regional que había acogido la pluma
inquietante de quienes serían fantásticos narradores en el futuro, cuando
descubrió una sugestiva fotografía que captó todo su interés. Promocionando los
viajes en los inigualables atardeceres de la ciudad amurallada, aparecía una modelo
exótica que creyó reconocer. Pese a las gafas para protegerse del sol y un
sombrero de esparto decorado con flores y frutas tropicales que le recordaron
el emblemático óleo de Enrique Grau[1], esa faz ennoblecida que
traspasaba la distancia sustrajo su atención. La explosión de rubores vivos que
emergían del entorno, tenía sin embargo la magia envolvente y los trazos
vibrantes de Alejandro Obregón, icónico pintor mezcla de catalán y
barranquillero que había encallado en esas playas seducido por su embrujo. Se
sobrecogió de tal manera que estuvo a punto de desperdigar la ensalada que
había seleccionado en la barra de autoservicio, porque aquella imagen le
produjo la misma imperdible alucinación y vacío que hacía treinta años había
padecido por iguales motivos. La sonrisa sugerente no alcanzaba a borrar la
frase con que lo había mortificado en las riberas del Güengüé, en el norte del
Cauca. Sus airados reproches, con el tiempo tenían el mismo arraigo que el
Caribe esa mañana:
- ¿Qué
miras?
- A
ti.
- Ocúpate
de tus cosas y déjame en paz.
- ¿Por
qué eres así?
- Oye.
¿Acaso no entiendes? No quiero que te detengas a verme.
Ella
estaba untada de crema para resguardarse de las quemaduras solares mientras la
madre terminaba de lavarse los pies antes de volver a casa. Alrededor, decenas
de niños jugaban y se zambullían en el cauce desde los barrancos de la orilla, armando
una ensordecedora algarabía que llenaba el recodo de gritos, cantos y
carcajadas. No obstante, él la siguió observando con inevitable fruición intrigado
al ver cómo eludía las hileras de hormigas y los bordes cortantes de las hojas
de guinea, cuando ascendieron el último tramo del camino que llevaba a su
residencia. Regresó al rio y estuvo braceando furioso contra la corriente. Era
la mejor manera de disipar la agonía insufrible que le desencadenaban los
reiterados desplantes de aquella orgullosa niña de la familia Aguilar.
Para
entonces él era un mozalbete de apenas nueve años, agobiado por la pérdida de
algunos dientes que lo sumía en un estado de inocultable desolación, y quien al
final de aquel verano sería enviado a continuar su formación en la capital del
departamento. Allá culminó sus cursos intermedios y pronto estuvo entregado de
lleno a estudiar Administración de Empresas y Negocios Internacionales. En los
breves espacios que permitían los períodos de descanso de diciembre, empezó a
trabajar como auxiliar contable en las oficinas locales de una importadora de
licores y comestibles, cuyo director general residía en Santa fe de Bogotá,
desde donde gobernaba su pequeño imperio. Así fue como comenzó a entender el
negocio desde sus más elementales componentes, donde la condición básica era la
imposición de un lema inamovible: “lo importado solo se vende al contado”. Esa
era la respuesta invariable para quienes insinuaban la posibilidad de obtener
créditos.
Mientras
pasaban los meses y los años, sin embargo, con frecuencia evocaba los gestos
anonadantes con que la inquietante Elaine había rechazado sus tímidos intentos
cuando apenas eran niños constreñidos por las costumbres de provincia. Hubo un
corto lapso en que se congregaron durante la catequesis previa a la celebración
de la primera comunión, pero se obstinaba en alejarse y tan solo admitía la
compañía de algunas alumnas de su escuela. Cuando por casualidad se cruzaban,
fruncía el ceño en un acto de reproche inexplicable, mientras él correteaba
feliz al descubrir la inquietud que agitaba su corazón.
Ella a su vez viajaría a Guadalajara de Buga,
de donde tan solo retornaría transcurrida una década interminable, convertida
en una sílfide atrayente e inabordable. Algunos de sus amigos le contaron
después que nunca había estado más hermosa ni más irritante. Ahora sonreía y
saludaba, pero guardando una distancia inquebrantable con todos. Esto coincidió
con las vacaciones en que él iniciaba su promoción en la firma, y por lo tanto,
nunca tuvo ocasión de verla.
En
esa época, transformada en una chica despampanante había causado estragos en
los jóvenes de su generación. Su figura llenaba el imaginario vespertino de los
adolescentes logrando convertirse en un tabú inaccesible y una ilusión fortuita
que devoró sin piedad la tranquilidad de todos antes de desaparecer para
siempre. Algunos de los que alimentaban el aire de desamparo que los apretujaba
cuando hablaban de ella, le mencionaron el precipitado abandono tras su breve
permanencia en el poblado. Un universo de conjeturas rodeó este hecho: que
había contraído matrimonio sin autorización de sus padres, o se había fugado
con un amante desconocido. Nada de ello tenía asidero en la realidad. Pero sin
duda dio mucho de qué hablar, porque murmurar en los pueblos era una
impenitente distracción a la que se volvían adictos los muchachos agotados al
no encontrar algo diferente para ocuparse.
En
un fin de semana imprevisto, Joseph visitó a las volandas a los suyos. El día
previo a su viaje de vuelta a Popayán donde se aprestaba a culminar su carrera,
una de las amistades de entonces le confesó un secreto que terminaría abrumándolo:
- Elaine
se va para los Estados Unidos a final de año -le dijo con tono de confidencia-
Pero me pidió que te entregara algo, “para que nunca la olvides” -subrayó.
El
sintió que la tierra se reblandecía bajo sus pies, pero no para hundirse sino
para vivir en un espacio de ensueño. Estaba bellísima en la imagen con su
cabellera flotando bajo el influjo del viento, plena de esa mezcla de osadía
inocente y sensualidad que emerge a los dieciséis años, que parecía llamarlo
para susurrarle lo que jamás pronunciaría:
- “Mírame cuanto quieras, mi querido y travieso
chiquillo. Búscame algún día. Yo también
te aguardo”.
Esa
inviolable intimidad le había permitido delirar sin límite y lo incentivaba
para ascender en una frenética carrera contra el destino. Con esa espinita
clavada en el alma, quienes pasaban por su lado se encontraban con un hombre
lleno de gratas experiencias y con perspectivas de convertirse en un destacado
empresario. Pero para él no había otra meta que la de establecerse más allá del
río Grande y encontrarse con Elaine Aguilar. De innumerables maneras se lo
comentaba a sus amigas para que de alguna forma terminaran haciéndoselo saber. En
la inseguridad de la espera todo era más lento, y esa expresión había madurado
en su conciencia como si hubiese sido grabada sobre mármol con un buril de
acero:
- “…para
que nunca la olvides”.
Soñaba
con el día en que le preguntaría si esas habían sido sus palabras, o había
vivido perdido buscando su luz en un firmamento etéreo donde solo existía su
recuerdo.
[1] Grau Araujo,
Enrique (Panamá, 18 de diciembre de 1920 [1] - Bogotá, 1 de abril de
2004) fue un pintor, escultor y muralista colombiano, educado en USA e Italia,
conocido por sus retratos de figuras amerindias y afrocolombianas. Fue el
ganador del Salón Nacional de Artistas de Colombia. Su obra impresionista y
expresionista muestra influencia de Picasso y luego el realismo domina su arte.
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