ADOLESCENTE DE 12 AÑỌS SE ENAMORA DE UNA MUJER CASADA | Malena Resumen e...
LA HUELLA DE TUS MANOS
UNA TORMENTA PERFECTA
AL FINAL DE LA ESPERA
1
Atravesó
el espacioso salón de la recepción del Hotel con dirección al restaurante que
casi circundaba la piscina ubicada en el tercer nivel de la edificación.
Escogió una mesa sombreada que le permitía contemplar la mejor panorámica: la pulcra
silueta de los gigantescos buques que entraban y salían, los alegres saltos de
las lanchas de pescadores que regresaban de faenar cerca de las islas del
Rosario y el vuelo agitado e inverosímil de gaviotas, pelícanos y mariamulatas
que orzaban a sotavento a la espera de la recogida de los trasmallos. Seleccionó
el desayuno que solía tomar desde hacía una semana y abrió el periódico para
inmiscuirse en ese pequeño microcosmos del cotidiano acontecer de Cartagena de
Indias.
Se
reconcilió con el infinito tras una noche plácida e inolvidable, confortado por
el recuerdo del parque de Salamanca que lo anonadaba de nuevo durante el
recorrido entre Ciénaga y Barranquilla bordeando el océano. Las incontables
islas separadas por canales que los comunican con la Ciénaga Grande de Santa
Marta, sus palmiches, cactus y mangles retorcidos lo sorprendían como en la
primera ocasión, y la visión de los flamencos rosados, el bullicio de miles de
aves del paraíso y el encanto de la mar turquesa encantaban a cualquiera. Era
increíble ese conjunto de bellezas incontables que Colombia tenía allí a la
vista de centenares de turistas que se embriagaban con el espectáculo.
Fue
mientras hojeaba El Universal, el diario regional que había acogido la pluma
inquietante de quienes serían fantásticos narradores en el futuro, cuando
descubrió una sugestiva fotografía que captó todo su interés. Promocionando los
viajes en los inigualables atardeceres de la ciudad amurallada, aparecía una modelo
exótica que creyó reconocer. Pese a las gafas para protegerse del sol y un
sombrero de esparto decorado con flores y frutas tropicales que le recordaron
el emblemático óleo de Enrique Grau[1], esa faz ennoblecida que
traspasaba la distancia sustrajo su atención. La explosión de rubores vivos que
emergían del entorno, tenía sin embargo la magia envolvente y los trazos
vibrantes de Alejandro Obregón, icónico pintor mezcla de catalán y
barranquillero que había encallado en esas playas seducido por su embrujo. Se
sobrecogió de tal manera que estuvo a punto de desperdigar la ensalada que
había seleccionado en la barra de autoservicio, porque aquella imagen le
produjo la misma imperdible alucinación y vacío que hacía treinta años había
padecido por iguales motivos. La sonrisa sugerente no alcanzaba a borrar la
frase con que lo había mortificado en las riberas del Güengüé, en el norte del
Cauca. Sus airados reproches, con el tiempo tenían el mismo arraigo que el
Caribe esa mañana:
- ¿Qué
miras?
- A
ti.
- Ocúpate
de tus cosas y déjame en paz.
- ¿Por
qué eres así?
- Oye.
¿Acaso no entiendes? No quiero que te detengas a verme.
Ella
estaba untada de crema para resguardarse de las quemaduras solares mientras la
madre terminaba de lavarse los pies antes de volver a casa. Alrededor, decenas
de niños jugaban y se zambullían en el cauce desde los barrancos de la orilla, armando
una ensordecedora algarabía que llenaba el recodo de gritos, cantos y
carcajadas. No obstante, él la siguió observando con inevitable fruición intrigado
al ver cómo eludía las hileras de hormigas y los bordes cortantes de las hojas
de guinea, cuando ascendieron el último tramo del camino que llevaba a su
residencia. Regresó al rio y estuvo braceando furioso contra la corriente. Era
la mejor manera de disipar la agonía insufrible que le desencadenaban los
reiterados desplantes de aquella orgullosa niña de la familia Aguilar.
Para
entonces él era un mozalbete de apenas nueve años, agobiado por la pérdida de
algunos dientes que lo sumía en un estado de inocultable desolación, y quien al
final de aquel verano sería enviado a continuar su formación en la capital del
departamento. Allá culminó sus cursos intermedios y pronto estuvo entregado de
lleno a estudiar Administración de Empresas y Negocios Internacionales. En los
breves espacios que permitían los períodos de descanso de diciembre, empezó a
trabajar como auxiliar contable en las oficinas locales de una importadora de
licores y comestibles, cuyo director general residía en Santa fe de Bogotá,
desde donde gobernaba su pequeño imperio. Así fue como comenzó a entender el
negocio desde sus más elementales componentes, donde la condición básica era la
imposición de un lema inamovible: “lo importado solo se vende al contado”. Esa
era la respuesta invariable para quienes insinuaban la posibilidad de obtener
créditos.
Mientras
pasaban los meses y los años, sin embargo, con frecuencia evocaba los gestos
anonadantes con que la inquietante Elaine había rechazado sus tímidos intentos
cuando apenas eran niños constreñidos por las costumbres de provincia. Hubo un
corto lapso en que se congregaron durante la catequesis previa a la celebración
de la primera comunión, pero se obstinaba en alejarse y tan solo admitía la
compañía de algunas alumnas de su escuela. Cuando por casualidad se cruzaban,
fruncía el ceño en un acto de reproche inexplicable, mientras él correteaba
feliz al descubrir la inquietud que agitaba su corazón.
Ella a su vez viajaría a Guadalajara de Buga,
de donde tan solo retornaría transcurrida una década interminable, convertida
en una sílfide atrayente e inabordable. Algunos de sus amigos le contaron
después que nunca había estado más hermosa ni más irritante. Ahora sonreía y
saludaba, pero guardando una distancia inquebrantable con todos. Esto coincidió
con las vacaciones en que él iniciaba su promoción en la firma, y por lo tanto,
nunca tuvo ocasión de verla.
En
esa época, transformada en una chica despampanante había causado estragos en
los jóvenes de su generación. Su figura llenaba el imaginario vespertino de los
adolescentes logrando convertirse en un tabú inaccesible y una ilusión fortuita
que devoró sin piedad la tranquilidad de todos antes de desaparecer para
siempre. Algunos de los que alimentaban el aire de desamparo que los apretujaba
cuando hablaban de ella, le mencionaron el precipitado abandono tras su breve
permanencia en el poblado. Un universo de conjeturas rodeó este hecho: que
había contraído matrimonio sin autorización de sus padres, o se había fugado
con un amante desconocido. Nada de ello tenía asidero en la realidad. Pero sin
duda dio mucho de qué hablar, porque murmurar en los pueblos era una
impenitente distracción a la que se volvían adictos los muchachos agotados al
no encontrar algo diferente para ocuparse.
En
un fin de semana imprevisto, Joseph visitó a las volandas a los suyos. El día
previo a su viaje de vuelta a Popayán donde se aprestaba a culminar su carrera,
una de las amistades de entonces le confesó un secreto que terminaría abrumándolo:
- Elaine
se va para los Estados Unidos a final de año -le dijo con tono de confidencia-
Pero me pidió que te entregara algo, “para que nunca la olvides” -subrayó.
El
sintió que la tierra se reblandecía bajo sus pies, pero no para hundirse sino
para vivir en un espacio de ensueño. Estaba bellísima en la imagen con su
cabellera flotando bajo el influjo del viento, plena de esa mezcla de osadía
inocente y sensualidad que emerge a los dieciséis años, que parecía llamarlo
para susurrarle lo que jamás pronunciaría:
- “Mírame cuanto quieras, mi querido y travieso
chiquillo. Búscame algún día. Yo también
te aguardo”.
Esa
inviolable intimidad le había permitido delirar sin límite y lo incentivaba
para ascender en una frenética carrera contra el destino. Con esa espinita
clavada en el alma, quienes pasaban por su lado se encontraban con un hombre
lleno de gratas experiencias y con perspectivas de convertirse en un destacado
empresario. Pero para él no había otra meta que la de establecerse más allá del
río Grande y encontrarse con Elaine Aguilar. De innumerables maneras se lo
comentaba a sus amigas para que de alguna forma terminaran haciéndoselo saber. En
la inseguridad de la espera todo era más lento, y esa expresión había madurado
en su conciencia como si hubiese sido grabada sobre mármol con un buril de
acero:
- “…para
que nunca la olvides”.
Soñaba
con el día en que le preguntaría si esas habían sido sus palabras, o había
vivido perdido buscando su luz en un firmamento etéreo donde solo existía su
recuerdo.
[1] Grau Araujo,
Enrique (Panamá, 18 de diciembre de 1920 [1] - Bogotá, 1 de abril de
2004) fue un pintor, escultor y muralista colombiano, educado en USA e Italia,
conocido por sus retratos de figuras amerindias y afrocolombianas. Fue el
ganador del Salón Nacional de Artistas de Colombia. Su obra impresionista y
expresionista muestra influencia de Picasso y luego el realismo domina su arte.
Por: José Ramón Burgos Mosquera.
1
-
La “morocha” salió corriendo de la cocina
y atravesó el pequeño patio que la separaba del potrero de apartar el ganado.
Mi madre que siempre vivía pendiente de sus travesuras, volteó el rostro para
ver hacia dónde corría y se encontró con el sigiloso desplazamiento de una
hilera de hombres armados que descendían por el filo de la cañada con dirección
a la casa. Su primer impulso fue correr tras su pequeña hija mientras con
acento de angustia advirtió a su marido de quiénes se estaban acercando.
-
Luis Antonio, por Dios. ¡Ahí viene esa
gente!
-
¡Resguárdese con los muchachos en el fondo
y atranquen todo por dentro!
-
Una vez más sentíamos el miedo que nos
atenazaba la garganta, desde que mi padre se hizo cargo de la Inspección de
Policía de Coloradas, en Sevilla al norte del departamento, pese a las
continuas intimidaciones proferidas por los grupos insurgentes que se habían
tomado la cordillera central. Pero él era un viejo cerrero curtido en mil
batallas y no había poder humano que lograra sacarlo de su doctrina. Había
estado en otros corregimientos escondidos entre la bruma que limitaban con el Tolima
como Cumbarco o La Estelia. Y seguía fielmente las ideas que le habían
endurecido la piel en su diario peregrinar.
-
La ley es la ley y aquí estamos para
hacerla respetar.
Alcanzó
a observarlo meterse al cuarto que había convertido en la oficina porque desde
allí divisaba el humo azul de los trapiches, las torres de la iglesia y la quietud
del valle. Lo vio sacar las armas y cajas de munición que celosamente guardaba
y cómo terminó refugiándose en el interior de un aposento a medio acabar, sin
puerta aún, pero con los huecos para dos ventanas que le permitían parapetarse
y defenderse contra quien fuera. Fueron minutos eternos aquellos que
transcurrieron hasta cuando comenzó el tiroteo.
-
Los
visitantes empezaron a disparar contra todo y se confiaron al no recibir
respuesta, por lo que intentaron entrar por el frente, dándole patadas al
portón de la sala. Fue cuando papá los encendió a plomo y alcanzó a herir a
algunos de ellos. Después encontramos la huella de su sangre en los corredores.
Solo
se oyó por un tiempo indefinible el ir y venir de las balas acompañadas de
gritos salvajes. Luego se instauró un silencio sin término, un silencio
desconocido aún para quienes estaban acostumbrados a guiarse por los ruidos de
los animales y el carácter de los elementos: los cucaracheros y pichojés llamaban
al ordeño sin importar que llegaban con la neblina y el helaje que bajaba del
altozano, las gallinas cacaraqueaban después de poner sus huevos antes del
mediodía acorde con el cotorreo de las cuncunas, las vacas mugían recordando
que se debían separar de los terneros a las cuatro de la tarde y a las cinco
comenzaba a soplar una viento fresco que duraba enfriando hasta cerca de las
ocho de la noche, cuando despertaban los morrocoyes.
-
Uno diferenciaba el paso de las horas. Ese
día en cambio, el calor del sol comenzó a llamear antes de mediar la mañana.
Mamá, intensamente pálida y temblando, osó mirar por las hendijas, pero no halló
ni un solo aliento de nada. Una hora después percibimos las voces de algunos
vecinos de la vereda que se acercaron a auxiliarnos, y entonces comprobamos la
magnitud del desamparo en que quedamos …”
Su
mirada vuelve a tener ese acerado resentimiento que de vez en cuando trasciende
su sensibilidad. En ella se advierte una pena indefinible tan grande como la
indignación que por muchos años sintió contra Dios y contra el don de la
belleza que le dio, atribuyéndole ser la causa de todos sus males. Desde el
primer momento lo presintió así, cuando a los catorce años de edad abandonó las
faldas maternas para buscar su propio sitio en la capital del Valle y
curiosamente lo encontró a la primera solicitud que presentó en una afamada
cooperativa, sin haber terminado la secundaria, sin saber absolutamente nada,
tan solo con el compromiso de brindar una sonrisa diaria en la recepción de la
empresa, donde muy pronto tropezó con el enrevesado mundo que mueve los
caprichos carnales de los hombres.
-
“Cuando algunos se desvivían por
distraerme, a duras penas lograba entenderlos porque mi corazón sangraba sin
descanso desde que la guerrilla masacró a mi padre aprovechándose de una
gavilla cobarde y traicionera. ¿Cómo podría interesarme por alguien que ni
siquiera imaginaba la razón de mi desolación y mi tristeza? Crecí convertida en
una mujer difícil de comprender y mucho más compleja de agradar, sobre todo cuando
Pablo quien me antecedía en edad, cada vez demostraba más interés por las
circunstancias y minucias del hogar, apegado a nuestras enaguas y compitiendo
por los juguetes de las niñas, lo cual terminó creando una adicional relación
de dependencia conmigo a lo largo del tiempo. No obstante, pasados los meses se
fueron ordenando los asuntos y con el aporte de Ana Judith, el del mayor, y el
excedente de mis ingresos, las cosas parecieron encarrilarse para la familia
que comenzó arrimada a una tía, la única que aceptó recibirnos, mientras
conseguimos regalar en lo que quisieron darnos por la finca que había levantado
“el viejo” en esas latitudes. Nada me faltaba de aquellos mínimos detalles que
hacen cómodo y soportable el vivir, aunque necesitaba una voz varonil que me
llenara de consuelo. Poco a poco fui dotando la habitación, mientras asistía al
colegio nocturno donde logré finalizar el bachillerato. En la ceremonia de clausura,
mi madre lloraba de felicidad suspirando por lo que habría de seguir, mientras
al final del salón de actos un tozudo ingeniero que se había obsesionado con
mis trenzas rubias y mis ojos color champaña de campesina, rumiaba con
paciencia cuanto tendría que hacer para doblegar mis aprehensiones.
Vivió
veinte años a merced de sus odios, alimentando una obsesión condenable pero
irreprimible de vengarse algún día de quienes habían desgraciado su destino y el
de los suyos. Tuvo tiempo para grabarse los nombres y alias de los asesinos y
dejó que las estaciones sirvieran de testigo de que cobraría la afrenta. Creció
inocente, cautivada por el aire que venía de las altas cumbres y arrullada por
el rumor indescriptible del riachuelo que las surtía. Junto a su padre disfrutó
la planeación del reservorio donde se almacenaba el agua y el pequeño planchón
donde jugaban y se duchaban alegremente, antes de trasladarse a la escuela
donde Ana Judith era una de las maestras. Así mismo, desde esa misma alberca recogió
el líquido para lavar la sangre que derramó aquel duro luchador que las protegió
y cuidó hasta el último instante. ¿Cómo podría arrancar de su ser esas
desastrosas imágenes que la torturaban inclementes desde siempre? ¿Cómo
erradicar de su pensamiento el remoquete hosco y detestable de “Jorge Payares”,
el costeño que lideró la emboscada en ese noviembre?
-
En esas épocas éramos independientes, pero
estábamos sujetos a la potestad de mi papá que llenaba todos los espacios. Aun
así, tenía un espíritu atrevido y libertario que no se acostumbraba para mi
edad y condición de mujer. Aprendí a madrugar, a despercudirme de la modorra
del amanecer, a ensillar los caballos, a cabalgar y ayudar a trasladar las
reses y a no temerle a nada. Era en esos instantes cuando me sentía enteramente
dueña de mí misma. Pero persistía el fastidio del enclaustramiento y las
limitaciones que imponía la férrea disciplina castrense que imperaba allí. En
las noches, sentía una irrefrenable sed de ternura, un apego diferente al
afecto familiar. Mi alma empezaba a entretenerse con los primeros balbuceos del
amor, pero nada llenaba mi talante rebelde y arisco porque me comportaba peor
que una potranca cerril. Ninguno de los adolescentes de la aldea lograba
expresar algo digno de ser rescatado en la tibieza de mis frazadas, excepto un
locutor que invitaba a canturrear las canciones con que solía enternecernos.
Por eso mi primera gran fantasía fue tan solo la voz de alguien a quien jamás
llegué a conocer pero que se regocijaba en mi piel llenándola de inquietantes y
perturbadoras ansiedades. Haber montado en un brioso potro de la finca durante
las primeras fiestas de Sevilla a las que asistí y demostrar mi destreza y
galanura de amazona sería un hecho perdurable en mi mente, sin embargo, el único
recuerdo grato que sobrevivió a la atroz soledad de mi rencor cuando
abandonamos La Casona, fue el tono de aquel desconocido que obraba prodigios, mientras
nos presentaba a Julio Jaramillo, Olimpo
Cárdenas, el Caballero Gaucho, Los Cuyos, Los Panchos, Los Tres Diamantes, Los
Tres Reyes, Garzón y Collazos y Alfredo Sadel, el venezolano con quien durante
meses nos ilusionaron que vendría a cantar a Buga y de pronto lo animaban a que
diera una serenata en Sevilla.
AL FINAL DE LA ESPERA
17
Los
vidrios opalizados de la sala siempre enviaban un pronóstico errado sobre el clima.
Al interior parecía que aún era de madrugada y al abrir la puerta el sol
encandilaba con luminosos rayos. Joseph se levantó silenciosamente para no
despertarla y se dio un baño. El agua era allí como en el lapislázuli de la
pequeña piscina interior: un pedazo de cielo en medio del sofocante calor que
solo se menguaba con la brisa que venía del golfo. Al observarla indefensa,
tuvo la límpida impresión de que era una fantasía de su mente. Su cabello
castaño suavemente ondulado descendía hasta el cuello y los hombros ahora
descubiertos lucían unas pecas diminutas. El vestido no impedía vislumbrar la
perfecta curva de sus caderas y sus piernas torneadas y fuertes. Los labios
mantenían ese dibujo enigmático que lo sustrajo por tanto tiempo. Fueron
segundos únicos que tan solo había elaborado en sus pensamientos muchas veces,
y que lo llevaron a preguntarse cómo era que Dios le regalaba esas
circunstancias.
Con
miles de ideas a punto de estallarle en las sienes, se metió en la alberca con
cuidado de no perturbarla. Casi una hora después la escuchó ducharse con
prolongado placer hasta que al fin se presentó con un brevísimo bikini que le
permitía lucir su espléndida lozanía contrariando la impresión de delgadez que aparentaba
en los videos y provocándole una incontenible cascada de emociones.
- Hola.
Fue muy grato dormir contigo -fue su saludo de entrada.
- Hubo
muchas conmociones juntas, y tanto vino, que casi me quedo dormido en la
poltrona. Eres una anfitriona formidable.
- ¡Y
eso que aún no has desayunado! -dijo ella empujándolo en el agua.
- ¿Qué
puede uno desear después de estar a tu lado? -dijo tomándola de sus manos hasta
tenerla a escasos centímetros.
Elaine
volvió a conocer la complaciente atracción que la agitaba mientras él comenzaba
a acariciarla. Sintió el ardor de su cercanía, la grata sensualidad que esparcía
y el ansia contenida de compartir con él la plenitud total de su ser. Sus dedos
recorrieron su espalda, sus nalgas y sus genitales expectantes y unas ganas desconocidas
de complacerlo se adueñaron de ella hasta conseguir que él la penetrara como
una tortura breve, un complemento inimaginable que la transportaba lejos de
allí hasta un lugar de pasión y sortilegio como en la tierra del nunca jamás. Fue
un coito delicioso y vibrante que exigió el vigor de ambos y del que salieron
agobiados y satisfechos. Luego de retozar un rato, volvieron al cuarto y
continuaron la faena como si la deuda por saldar no acabara. Al final de la
tregua, ella musitó divertida:
- Nunca
te creí tan intenso -afirmó admirada.
- Esta
abstinencia duró demasiado, Elaine.
- ¿Y
cuánto tiempo vas a permanecer así? -dijo risueña señalando su prolongada
erección.
- No
lo sé. Ojalá fuera por lo que nos quede de vida.
Y
volvió a incitarla para que montara sobre él. Y así hasta mediar la tarde,
cuando ambos estaban fatigados por el ayuno y agotados por el esfuerzo.
- Salgamos
a cenar. ¿Dónde quieres ir?
- ¡Vamos
al Cypress! -exclamó ella entusiasmada, saltando del lecho, ágil como una
acróbata.
Analizó
con holgura su silueta sana y perfecta, los senos turgentes y sus glúteos
proporcionados y exentos de grasa como su abdomen. Y aunque lo deslumbraba el
desparpajo con que ella llevaba su desnudez, por momentos le sobrevino la
imagen pudorosa con que Shannon se protegía. Era un contraste inconcebible pero
persistente. Con aquella, la generosidad de un beso había sido producto de un arroyo
de delicadeza tan sagrado como una comunión. Con Elaine no hubo tiempo para
madurar ideas ni conceptos porque el incendio lo consumió todo en instantes. Lo
desconcertaba que éste hubiese sido tan súbito y desquiciante. Él había
supuesto la elaborada búsqueda de un consentimiento al que demoraría en llegar,
pero ella era en realidad sorprendente y dueña de una capacidad inverosímil de hacerlo
todo abierto y casual, logrando trastornarlo de manera rotunda. Esa faceta
arrolladora de Elaine destrozaba sin lástima su vieja tabla de valores,
desatando en él reacciones discordantes con la forzosa convicción de que apenas
empezaba a entenderla.
Mientras
se acicalaba siguió la estela que dibujaron las palabras sin dobleces de
Shannon, que habían sobrevivido al penúltimo diálogo sostenido pocos meses
atrás en su oficina:
- “Debes
encontrarla para que decidas cuál es el derrotero que tomarás”.
En
ese entonces él había seguido la fácil opción de terminar de embriagarse para
complacer su atávica costumbre de no arriesgar, mientras pudiera asegurarse de obtener
lo que se había propuesto. Ahora podía hacer cuenta de las paradojas que se
habían conjugado, para que estuviera rumiando la satisfacción de su ego
superlativo por haber sido persistente, maquinal, invariable. Cualquiera podría
vanagloriarse de que lo había logrado todo porque había porfiado sin arredrarse
ante las dificultades. Era poderoso, se sentía lleno de energía y allí a cuatro
metros se hallaba la mujer con la que las circunstancias habían fraguado una
partida de largo aliento. Pero algo en su interior no lograba encajar de manera
adecuada.
Divagaba
por Sonoma donde su musa mestiza bien podría estar con el arquitecto Garrett que
había brotado entre los viñedos, mientras construía castillos en su sensibilidad.
Debió serle fácil. Lo había conseguido en una etapa en que él había arruinado todo
sin piedad, como se deshacen los términos de un pacto cualquiera. No tenía más
remedio que reconocerlo. Sin embargo, al pensar que estuviera siendo poseída
por aquel hombre que armaba andamios y decoraba jardines como los que había
diseñado para los McDevitt, se hicieron palpables ocultos temores que permanecían
inéditos. Él la apreciaba con lealtad en una relación que creyó completamente
intelectual, casi cerebral, pero ahora comenzaba a darse cuenta de que también
escondía las borrascas y tempestades del corazón. Lo insólito era que esos desatinos le
sobrevenían tras conquistar la cima que siempre quiso coronar y que el tiempo
le proporcionaba de manera tan pródiga. Quiso alejar esas ideas que empezaban a
atormentarlo, pero mientras se vestía comenzó a sentir la nostalgia de esos
cortos paseos y coloquios al final de la jornada, de su presencia en medio del
trabajo, y del silencio. Ramalazos de apego que jamás había consentido lo
arropaban cuando salió de la habitación para cumplir con la invitación hasta el
sitio que habían seleccionado. Se sentía inquieto y dominado por sorpresivas marejadas
de culpa.
Elaine
irrumpió rozagante y dispuesta a sacudirse el sufrimiento que la había aletargado
tan cruelmente. Era pasmosa la velocidad con que había cambiado su aspecto.
Ahora era una encantadora representante de Carolina Herrera y lucía con soltura
hermosos accesorios para una ocasión especial. Por parte alguna presentaba
huellas del fuerte ejercicio que habían sostenido.
- Vamos.
Te enseñaré la ciudad.
- Merci,
madeimoselle -dijo él gratificado.
Aún
conservaba el Suv Volkswagen Polo que había comprado hacía tres años y se desvivía
por hacerle un planificado mantenimiento. Y aunque en ocasiones lo ligaba al
ingrato episodio del vendedor de autos, le satisfacía demostrar que había
cancelado cada cuota del crédito con su esfuerzo. El aspecto deportivo y el
color de mango biche del auto la llenaba de orgullo porque eran dos aspectos de
su cotidianeidad a los que daba gran trascendencia: mantener un estado físico
impecable y comer la mayor cantidad posible de frutas y legumbres que la sostuvieran
joven y dinámica. Esta vez, sin embargo, estaba dispuesta a consumir los
elaborados productos del mar que allí presentaban de manera tan agradable. Él
estaba tan amable como el día anterior, pero le era imposible alejar la figura
imborrable de quien le había hecho todo posible, cuando se colocaba un delantal
negro bordado con motivos folclóricos de Méjico y le brindaba su mejor sonrisa
antes de servir la mesa con los asados de la casa.
- ¿Deseas
algo en particular? -dijo ella.
- Me
agradaría un corte de carne rostizada con verduras -respondió mecánicamente con
el espíritu puesto en los atardeceres del Valle de Napa.
- De
acuerdo. Y pidamos uno de tus vinos. Espero que los encontremos aquí.
- Ordena
lo que gustes.
En
Tallahassee casi todos los restaurantes tenían un aire costanero, con mesas
desperdigadas al aire libre donde grupos de parejas departían animadamente. Seguía
con atención cada detalle que ella exponía mientras dejaba que sus ojos
expresaran la suavidad que le propiciaba.
Ahora tenía ánimo para oír sus historias, pero no para repetir los eventos
que él había develado en las pasadas horas. Ella, motivada por la chispa
incandescente de varios cocteles preparados con Bacardí, se fue liberando de
ataduras y le contó aquellas cosas desconocidas que él ansiaba aclarar. Lentamente
optó por hilvanar su infatigable listado de batallas en el amor que eran como
enfrentamientos de la sangre, tal era la satisfacción con que recordaba sus laureles
y desdeñaba sus derrotas.
- No
quiero, no puedo, no me atrevo a decir que levanté la voz contra mi padre -comenzó
de pronto- Pero cuando abandoné mi hogar y preferí trasladarme a Buga, lo hice
consciente de que no podía seguir viviendo con quien humillaba de manera tan
insoportable a mi madre, así fuera su esposo. Presentía, para mi desgracia, que
había heredado no solo su apellido sino el fuego avasallador de su sensualidad.
Era, como la gran mayoría respecto a las mujeres: apasionado, dominante y dueño
de un machismo permanente.
Joseph
mostraba un interés sereno, un tanto sobrepasado por el calibre de sus confidencias,
mientras paladeaba con alguna inquietud su copa de Merlot.
- Debido
al temor a regresar al pueblo donde crecimos sometidos a esa férrea disciplina,
y a la certeza de que en esas soledades no encontraría nunca a alguien que
llenara mis expectativas de conocer el mundo, acepté unirme a un hombre al que
no logré amar, a pesar de que me había rescatado de la cárcel donde vivía. Yo
solo sabía que había nacido para el deleite y eso me impulsó a dar ese paso. La
verdad, sentía pánico de mi prolongada castidad ¡a los diecisiete años!
-enfatizó divertida- sometida al impetuoso asedio de los hombres. Y mis ímpetus
se estaban volviendo irrefrenables. De tal manera que, entre la fila de
irresponsables y hombres de variada condición que me perseguían, me decidí por
quien parecía más adecuado para lo que yo ansiaba alcanzar en este país.
Siempre fui una díscola a la que no la conquistaban baladas, juegos de seducción
bobalicona, ni esa hipocresía elegante que lo único que buscaba era disimular
la verdadera avidez que los consume. Era turbulenta y alborotadora. Sentía que
no podía contentarme con sentimientos mediocres ni dedicatorias dulzonas. En el
fondo de mí misma crecía un impulso hondo y fuerte que me advertía que no me
ligase a nadie, pues era adicta a los piropos de los admiradores. ¡Y de todas
formas, terminé casada!
Había
tomado varios cocteles y su vaso era puntualmente cambiado por un obsecuente
camarero.
- Pese
a todo, en cuestiones de romance era una inexperta. Di con alguien que estaba
señalado para volver añicos todos mis sueños: duro, insaciable, posesivo y
enfermo -agregó con acritud- En varias oportunidades, en especial cuando había
ingerido alcohol, me poseía en todas las formas utilizando un lenguaje bajo y obsceno
como seguramente acostumbraba hacerlo con meretrices de baja estopa, mientras
me apuntaba con su arma de dotación. Nos encontrábamos en Rio de Janeiro cuando
padeció una incontenible racha de celos que casi me llevan a abandonarlo allí
mismo. En esos días no tenía ánimo para devolver las miradas de quienes me halagaban,
cuando la tersura de los veinte años me hacía apetecible. Pero él encontraba en
cada gesto una falta, en cada paso una infidelidad y así fue como empezó a
marchitar cuanto había en mí. No tuve nada con ninguno de los que desfilaban en
sus obsesiones, pero tampoco acepté que me impusiera llevar la contraria a mi
naturaleza abierta y fresca que él confundía con prostitución. Sufría si reía
en las recepciones, escapaba de inmolarse con su sable si algún cónsul
expresaba un cumplido protocolario. ¡Fue terrible soportar tanta inseguridad en
sí mismo!
La
cena había sido grata y variada, aunque las copas de licor habían dejado de ser
un aperitivo para transformarse en la antesala de hechos impensados. Ella
estaba especialmente dispuesta a sacar sus más arraigados secretos, resguardada
en la aquiescencia invariable de quien intuía que también el deleite tenía sus
misterios, su grandeza, y de pronto hasta algo de candor tal como ella lo exponía.
Era como aquellas vestales de la mitología, que cuando inspiraban un deseo
inatajable se veían inspiradas a satisfacerlo. Y todo llevaba a la triste
conclusión de que solo se sintió realmente bien cuando pudo ofrecer
generosamente lo que para ella era un atributo inagotable: su belleza innegable
y su coquetería infantil.
- Washington
me dio la oportunidad de cultivarme un poco y asesorarme adecuadamente para tomar
mis decisiones -prosiguió- Pese al nacimiento de mi hijo Alexander estaba dispuesta
a separarme y lo logré muy pronto. Para mí no fue nada complicado llevarlo a
esos estados de efervescencia y ardor en los que nada ni nadie lo detenían, y
lograr el testimonio de varios allegados se convirtió en la llave maestra para salir
de la prisión en que me encontraba. Los jueces allí fueron muy favorables
conmigo. La protección con que contaba y las restricciones que le impusieron
preservaron mi integridad de la violencia que lo dominaba. Esto era
prácticamente imposible en una sociedad tan machista como la brasilera. En Rio,
con inusitada frecuencia los noticieros mostraban la escandalosa costumbre de
maltratar a las mujeres con cualquier pretexto, llegando incluso hasta el
homicidio. ¡Así que obtenido el divorcio
y los documentos, volví a ser libre! -concluyó.
- Tal
como lo cuentas, pareciera que hubieras sufrido una pesadilla sin fin.
- Llegué
a decirme que era un castigo de Dios por mis desvaríos…
- ¿Lo
pensaste?
- Aún
lo sigo creyendo. Es que me golpeó varias veces. Era… era. ¿Sabes?¡No me
obligues a recordar eso!
El
siguió observándola consternado ante el collage de aristas que afloraban
y desaparecían mientras hablaba. No hubo en su lenguaje ambición por adquirir fortuna,
sino una recurrente incapacidad para ceder o perder. Para ella era dulce tan
solo recibir, pero jamás dar, y era evidente que usaba su astucia para
convertirse en una calculadora, estricta y fría. Hubo un momento en que él
quiso cortar su narración, pero Elaine deseaba depositar la carga de sus
intimidades sobre la pequeña mesa, quizá para dejarla allí como todo su archivo
de pequeñeces e iniquidades acumuladas.
- ¡Es
bueno que lo sepas todo! -añadió a trompicones- No pienso quedarme con nada,
con la condición de que nunca vuelvas a rebujar en mi pasado.
- No
lo he intentado -replicó muy serio.
- Mejor.
Yo tampoco lo hubiera aceptado -dijo con leve aspereza- ¡Soy la dueña de mis
actos y jamás permitiré que nadie me juzgue si no ha compartido las estrecheces
y privaciones que padecí para llegar a donde estoy!
- No
lo hago. Simplemente no esperaba que me lo contaras. Perdóname, pero no
entiendo por qué insinúas que soy yo quien está esculcándote. Estas equivocada.
- Bueno,
tú lo hiciste anoche. Hoy me corresponde a mí -dijo en tono conciliatorio.
Él
se había puesto en guardia. Algo en los arrebatos pendencieros de Elaine lo
retrotraían a un desafortunado ámbito de incertidumbres que le generaban
profundo desagrado. Sin embargo, calló mientras terminaba su larga disertación.
Ella se diluyó en la rememoración de varias anécdotas, muchas de las cuales se
intercalaban con la permanente cita de que éste o aquel la enamoraban con
insistencia, así esos flirteos no hubiesen progresado a nada más más serio o comprometedor.
Pero era ostensible que se solazaba recordando la interminable lista de galanes
que se doblegaban ante ella. Él pudo comprobar las dimensiones que adquiría el
juicio que había hecho su madre pocos días antes:
- “Han
pasado tantas cosas que cuando se encuentren, difícilmente se van a reconocer.
Ella aún no halla la verdadera compañía y se ha vuelto tan escéptica que no sé
si tenga disposición para volver a empezar”.
Una
hora después de divagar en torno al disfrute de las cosas buenas que tienen los
Estados Unidos, él insistió en regresar a la casa. Elaine llevaba más de media
botella y aceptó que lo correcto era continuar allá. La conversación, por otra
parte, había incitado en él un cúmulo de interrogantes y desafíos que estaba
dispuesto a confrontar. Ella, olvidando la prohibición de manejar bajo estado
de ebriedad, aún pretendía seguir la rumba en otros escenarios, pero Joseph la
convenció de hacerlo en la cómplice acogida de su residencia.