AL FINAL DE LA ESPERA
17
Los
vidrios opalizados de la sala siempre enviaban un pronóstico errado sobre el clima.
Al interior parecía que aún era de madrugada y al abrir la puerta el sol
encandilaba con luminosos rayos. Joseph se levantó silenciosamente para no
despertarla y se dio un baño. El agua era allí como en el lapislázuli de la
pequeña piscina interior: un pedazo de cielo en medio del sofocante calor que
solo se menguaba con la brisa que venía del golfo. Al observarla indefensa,
tuvo la límpida impresión de que era una fantasía de su mente. Su cabello
castaño suavemente ondulado descendía hasta el cuello y los hombros ahora
descubiertos lucían unas pecas diminutas. El vestido no impedía vislumbrar la
perfecta curva de sus caderas y sus piernas torneadas y fuertes. Los labios
mantenían ese dibujo enigmático que lo sustrajo por tanto tiempo. Fueron
segundos únicos que tan solo había elaborado en sus pensamientos muchas veces,
y que lo llevaron a preguntarse cómo era que Dios le regalaba esas
circunstancias.
Con
miles de ideas a punto de estallarle en las sienes, se metió en la alberca con
cuidado de no perturbarla. Casi una hora después la escuchó ducharse con
prolongado placer hasta que al fin se presentó con un brevísimo bikini que le
permitía lucir su espléndida lozanía contrariando la impresión de delgadez que aparentaba
en los videos y provocándole una incontenible cascada de emociones.
- Hola.
Fue muy grato dormir contigo -fue su saludo de entrada.
- Hubo
muchas conmociones juntas, y tanto vino, que casi me quedo dormido en la
poltrona. Eres una anfitriona formidable.
- ¡Y
eso que aún no has desayunado! -dijo ella empujándolo en el agua.
- ¿Qué
puede uno desear después de estar a tu lado? -dijo tomándola de sus manos hasta
tenerla a escasos centímetros.
Elaine
volvió a conocer la complaciente atracción que la agitaba mientras él comenzaba
a acariciarla. Sintió el ardor de su cercanía, la grata sensualidad que esparcía
y el ansia contenida de compartir con él la plenitud total de su ser. Sus dedos
recorrieron su espalda, sus nalgas y sus genitales expectantes y unas ganas desconocidas
de complacerlo se adueñaron de ella hasta conseguir que él la penetrara como
una tortura breve, un complemento inimaginable que la transportaba lejos de
allí hasta un lugar de pasión y sortilegio como en la tierra del nunca jamás. Fue
un coito delicioso y vibrante que exigió el vigor de ambos y del que salieron
agobiados y satisfechos. Luego de retozar un rato, volvieron al cuarto y
continuaron la faena como si la deuda por saldar no acabara. Al final de la
tregua, ella musitó divertida:
- Nunca
te creí tan intenso -afirmó admirada.
- Esta
abstinencia duró demasiado, Elaine.
- ¿Y
cuánto tiempo vas a permanecer así? -dijo risueña señalando su prolongada
erección.
- No
lo sé. Ojalá fuera por lo que nos quede de vida.
Y
volvió a incitarla para que montara sobre él. Y así hasta mediar la tarde,
cuando ambos estaban fatigados por el ayuno y agotados por el esfuerzo.
- Salgamos
a cenar. ¿Dónde quieres ir?
- ¡Vamos
al Cypress! -exclamó ella entusiasmada, saltando del lecho, ágil como una
acróbata.
Analizó
con holgura su silueta sana y perfecta, los senos turgentes y sus glúteos
proporcionados y exentos de grasa como su abdomen. Y aunque lo deslumbraba el
desparpajo con que ella llevaba su desnudez, por momentos le sobrevino la
imagen pudorosa con que Shannon se protegía. Era un contraste inconcebible pero
persistente. Con aquella, la generosidad de un beso había sido producto de un arroyo
de delicadeza tan sagrado como una comunión. Con Elaine no hubo tiempo para
madurar ideas ni conceptos porque el incendio lo consumió todo en instantes. Lo
desconcertaba que éste hubiese sido tan súbito y desquiciante. Él había
supuesto la elaborada búsqueda de un consentimiento al que demoraría en llegar,
pero ella era en realidad sorprendente y dueña de una capacidad inverosímil de hacerlo
todo abierto y casual, logrando trastornarlo de manera rotunda. Esa faceta
arrolladora de Elaine destrozaba sin lástima su vieja tabla de valores,
desatando en él reacciones discordantes con la forzosa convicción de que apenas
empezaba a entenderla.
Mientras
se acicalaba siguió la estela que dibujaron las palabras sin dobleces de
Shannon, que habían sobrevivido al penúltimo diálogo sostenido pocos meses
atrás en su oficina:
- “Debes
encontrarla para que decidas cuál es el derrotero que tomarás”.
En
ese entonces él había seguido la fácil opción de terminar de embriagarse para
complacer su atávica costumbre de no arriesgar, mientras pudiera asegurarse de obtener
lo que se había propuesto. Ahora podía hacer cuenta de las paradojas que se
habían conjugado, para que estuviera rumiando la satisfacción de su ego
superlativo por haber sido persistente, maquinal, invariable. Cualquiera podría
vanagloriarse de que lo había logrado todo porque había porfiado sin arredrarse
ante las dificultades. Era poderoso, se sentía lleno de energía y allí a cuatro
metros se hallaba la mujer con la que las circunstancias habían fraguado una
partida de largo aliento. Pero algo en su interior no lograba encajar de manera
adecuada.
Divagaba
por Sonoma donde su musa mestiza bien podría estar con el arquitecto Garrett que
había brotado entre los viñedos, mientras construía castillos en su sensibilidad.
Debió serle fácil. Lo había conseguido en una etapa en que él había arruinado todo
sin piedad, como se deshacen los términos de un pacto cualquiera. No tenía más
remedio que reconocerlo. Sin embargo, al pensar que estuviera siendo poseída
por aquel hombre que armaba andamios y decoraba jardines como los que había
diseñado para los McDevitt, se hicieron palpables ocultos temores que permanecían
inéditos. Él la apreciaba con lealtad en una relación que creyó completamente
intelectual, casi cerebral, pero ahora comenzaba a darse cuenta de que también
escondía las borrascas y tempestades del corazón. Lo insólito era que esos desatinos le
sobrevenían tras conquistar la cima que siempre quiso coronar y que el tiempo
le proporcionaba de manera tan pródiga. Quiso alejar esas ideas que empezaban a
atormentarlo, pero mientras se vestía comenzó a sentir la nostalgia de esos
cortos paseos y coloquios al final de la jornada, de su presencia en medio del
trabajo, y del silencio. Ramalazos de apego que jamás había consentido lo
arropaban cuando salió de la habitación para cumplir con la invitación hasta el
sitio que habían seleccionado. Se sentía inquieto y dominado por sorpresivas marejadas
de culpa.
Elaine
irrumpió rozagante y dispuesta a sacudirse el sufrimiento que la había aletargado
tan cruelmente. Era pasmosa la velocidad con que había cambiado su aspecto.
Ahora era una encantadora representante de Carolina Herrera y lucía con soltura
hermosos accesorios para una ocasión especial. Por parte alguna presentaba
huellas del fuerte ejercicio que habían sostenido.
- Vamos.
Te enseñaré la ciudad.
- Merci,
madeimoselle -dijo él gratificado.
Aún
conservaba el Suv Volkswagen Polo que había comprado hacía tres años y se desvivía
por hacerle un planificado mantenimiento. Y aunque en ocasiones lo ligaba al
ingrato episodio del vendedor de autos, le satisfacía demostrar que había
cancelado cada cuota del crédito con su esfuerzo. El aspecto deportivo y el
color de mango biche del auto la llenaba de orgullo porque eran dos aspectos de
su cotidianeidad a los que daba gran trascendencia: mantener un estado físico
impecable y comer la mayor cantidad posible de frutas y legumbres que la sostuvieran
joven y dinámica. Esta vez, sin embargo, estaba dispuesta a consumir los
elaborados productos del mar que allí presentaban de manera tan agradable. Él
estaba tan amable como el día anterior, pero le era imposible alejar la figura
imborrable de quien le había hecho todo posible, cuando se colocaba un delantal
negro bordado con motivos folclóricos de Méjico y le brindaba su mejor sonrisa
antes de servir la mesa con los asados de la casa.
- ¿Deseas
algo en particular? -dijo ella.
- Me
agradaría un corte de carne rostizada con verduras -respondió mecánicamente con
el espíritu puesto en los atardeceres del Valle de Napa.
- De
acuerdo. Y pidamos uno de tus vinos. Espero que los encontremos aquí.
- Ordena
lo que gustes.
En
Tallahassee casi todos los restaurantes tenían un aire costanero, con mesas
desperdigadas al aire libre donde grupos de parejas departían animadamente. Seguía
con atención cada detalle que ella exponía mientras dejaba que sus ojos
expresaran la suavidad que le propiciaba.
Ahora tenía ánimo para oír sus historias, pero no para repetir los eventos
que él había develado en las pasadas horas. Ella, motivada por la chispa
incandescente de varios cocteles preparados con Bacardí, se fue liberando de
ataduras y le contó aquellas cosas desconocidas que él ansiaba aclarar. Lentamente
optó por hilvanar su infatigable listado de batallas en el amor que eran como
enfrentamientos de la sangre, tal era la satisfacción con que recordaba sus laureles
y desdeñaba sus derrotas.
- No
quiero, no puedo, no me atrevo a decir que levanté la voz contra mi padre -comenzó
de pronto- Pero cuando abandoné mi hogar y preferí trasladarme a Buga, lo hice
consciente de que no podía seguir viviendo con quien humillaba de manera tan
insoportable a mi madre, así fuera su esposo. Presentía, para mi desgracia, que
había heredado no solo su apellido sino el fuego avasallador de su sensualidad.
Era, como la gran mayoría respecto a las mujeres: apasionado, dominante y dueño
de un machismo permanente.
Joseph
mostraba un interés sereno, un tanto sobrepasado por el calibre de sus confidencias,
mientras paladeaba con alguna inquietud su copa de Merlot.
- Debido
al temor a regresar al pueblo donde crecimos sometidos a esa férrea disciplina,
y a la certeza de que en esas soledades no encontraría nunca a alguien que
llenara mis expectativas de conocer el mundo, acepté unirme a un hombre al que
no logré amar, a pesar de que me había rescatado de la cárcel donde vivía. Yo
solo sabía que había nacido para el deleite y eso me impulsó a dar ese paso. La
verdad, sentía pánico de mi prolongada castidad ¡a los diecisiete años!
-enfatizó divertida- sometida al impetuoso asedio de los hombres. Y mis ímpetus
se estaban volviendo irrefrenables. De tal manera que, entre la fila de
irresponsables y hombres de variada condición que me perseguían, me decidí por
quien parecía más adecuado para lo que yo ansiaba alcanzar en este país.
Siempre fui una díscola a la que no la conquistaban baladas, juegos de seducción
bobalicona, ni esa hipocresía elegante que lo único que buscaba era disimular
la verdadera avidez que los consume. Era turbulenta y alborotadora. Sentía que
no podía contentarme con sentimientos mediocres ni dedicatorias dulzonas. En el
fondo de mí misma crecía un impulso hondo y fuerte que me advertía que no me
ligase a nadie, pues era adicta a los piropos de los admiradores. ¡Y de todas
formas, terminé casada!
Había
tomado varios cocteles y su vaso era puntualmente cambiado por un obsecuente
camarero.
- Pese
a todo, en cuestiones de romance era una inexperta. Di con alguien que estaba
señalado para volver añicos todos mis sueños: duro, insaciable, posesivo y
enfermo -agregó con acritud- En varias oportunidades, en especial cuando había
ingerido alcohol, me poseía en todas las formas utilizando un lenguaje bajo y obsceno
como seguramente acostumbraba hacerlo con meretrices de baja estopa, mientras
me apuntaba con su arma de dotación. Nos encontrábamos en Rio de Janeiro cuando
padeció una incontenible racha de celos que casi me llevan a abandonarlo allí
mismo. En esos días no tenía ánimo para devolver las miradas de quienes me halagaban,
cuando la tersura de los veinte años me hacía apetecible. Pero él encontraba en
cada gesto una falta, en cada paso una infidelidad y así fue como empezó a
marchitar cuanto había en mí. No tuve nada con ninguno de los que desfilaban en
sus obsesiones, pero tampoco acepté que me impusiera llevar la contraria a mi
naturaleza abierta y fresca que él confundía con prostitución. Sufría si reía
en las recepciones, escapaba de inmolarse con su sable si algún cónsul
expresaba un cumplido protocolario. ¡Fue terrible soportar tanta inseguridad en
sí mismo!
La
cena había sido grata y variada, aunque las copas de licor habían dejado de ser
un aperitivo para transformarse en la antesala de hechos impensados. Ella
estaba especialmente dispuesta a sacar sus más arraigados secretos, resguardada
en la aquiescencia invariable de quien intuía que también el deleite tenía sus
misterios, su grandeza, y de pronto hasta algo de candor tal como ella lo exponía.
Era como aquellas vestales de la mitología, que cuando inspiraban un deseo
inatajable se veían inspiradas a satisfacerlo. Y todo llevaba a la triste
conclusión de que solo se sintió realmente bien cuando pudo ofrecer
generosamente lo que para ella era un atributo inagotable: su belleza innegable
y su coquetería infantil.
- Washington
me dio la oportunidad de cultivarme un poco y asesorarme adecuadamente para tomar
mis decisiones -prosiguió- Pese al nacimiento de mi hijo Alexander estaba dispuesta
a separarme y lo logré muy pronto. Para mí no fue nada complicado llevarlo a
esos estados de efervescencia y ardor en los que nada ni nadie lo detenían, y
lograr el testimonio de varios allegados se convirtió en la llave maestra para salir
de la prisión en que me encontraba. Los jueces allí fueron muy favorables
conmigo. La protección con que contaba y las restricciones que le impusieron
preservaron mi integridad de la violencia que lo dominaba. Esto era
prácticamente imposible en una sociedad tan machista como la brasilera. En Rio,
con inusitada frecuencia los noticieros mostraban la escandalosa costumbre de
maltratar a las mujeres con cualquier pretexto, llegando incluso hasta el
homicidio. ¡Así que obtenido el divorcio
y los documentos, volví a ser libre! -concluyó.
- Tal
como lo cuentas, pareciera que hubieras sufrido una pesadilla sin fin.
- Llegué
a decirme que era un castigo de Dios por mis desvaríos…
- ¿Lo
pensaste?
- Aún
lo sigo creyendo. Es que me golpeó varias veces. Era… era. ¿Sabes?¡No me
obligues a recordar eso!
El
siguió observándola consternado ante el collage de aristas que afloraban
y desaparecían mientras hablaba. No hubo en su lenguaje ambición por adquirir fortuna,
sino una recurrente incapacidad para ceder o perder. Para ella era dulce tan
solo recibir, pero jamás dar, y era evidente que usaba su astucia para
convertirse en una calculadora, estricta y fría. Hubo un momento en que él
quiso cortar su narración, pero Elaine deseaba depositar la carga de sus
intimidades sobre la pequeña mesa, quizá para dejarla allí como todo su archivo
de pequeñeces e iniquidades acumuladas.
- ¡Es
bueno que lo sepas todo! -añadió a trompicones- No pienso quedarme con nada,
con la condición de que nunca vuelvas a rebujar en mi pasado.
- No
lo he intentado -replicó muy serio.
- Mejor.
Yo tampoco lo hubiera aceptado -dijo con leve aspereza- ¡Soy la dueña de mis
actos y jamás permitiré que nadie me juzgue si no ha compartido las estrecheces
y privaciones que padecí para llegar a donde estoy!
- No
lo hago. Simplemente no esperaba que me lo contaras. Perdóname, pero no
entiendo por qué insinúas que soy yo quien está esculcándote. Estas equivocada.
- Bueno,
tú lo hiciste anoche. Hoy me corresponde a mí -dijo en tono conciliatorio.
Él
se había puesto en guardia. Algo en los arrebatos pendencieros de Elaine lo
retrotraían a un desafortunado ámbito de incertidumbres que le generaban
profundo desagrado. Sin embargo, calló mientras terminaba su larga disertación.
Ella se diluyó en la rememoración de varias anécdotas, muchas de las cuales se
intercalaban con la permanente cita de que éste o aquel la enamoraban con
insistencia, así esos flirteos no hubiesen progresado a nada más más serio o comprometedor.
Pero era ostensible que se solazaba recordando la interminable lista de galanes
que se doblegaban ante ella. Él pudo comprobar las dimensiones que adquiría el
juicio que había hecho su madre pocos días antes:
- “Han
pasado tantas cosas que cuando se encuentren, difícilmente se van a reconocer.
Ella aún no halla la verdadera compañía y se ha vuelto tan escéptica que no sé
si tenga disposición para volver a empezar”.
Una
hora después de divagar en torno al disfrute de las cosas buenas que tienen los
Estados Unidos, él insistió en regresar a la casa. Elaine llevaba más de media
botella y aceptó que lo correcto era continuar allá. La conversación, por otra
parte, había incitado en él un cúmulo de interrogantes y desafíos que estaba
dispuesto a confrontar. Ella, olvidando la prohibición de manejar bajo estado
de ebriedad, aún pretendía seguir la rumba en otros escenarios, pero Joseph la
convenció de hacerlo en la cómplice acogida de su residencia.
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