Hemingway, París, Cuba y yo
Por José Ramón Burgos Mosquera
Yo venía de la rosa y volvía
hacia la espina, buscando en la plazoleta de Saint Germain des-Pres el surco la
semilla de por quién doblan las campanas
y cuál la razón para dar el adiós a las
armas. Fue sencillo. Allí, en aquel pequeño Café di Fiore a pocas cuadras de la rive gauche del Sena, en una
plazoleta con el aire levantisco que venía de los años veinte, bajo el hechizo
y rítmico vaivén de saxos y trombones de big band, conque Aznavour enfundado en
su infaltable chaqueta de cuero y chalina de seda, nostálgico vestuario de
anarquista huérfano, hizo todo diáfano, como aquella glacial mañana en este París de 2014.
Estuve sentado a la mesa donde
Hemingway conoció la ciudad de 1918, sometida al bombardeo de Alemania, antes
de trasladarse a Italia para convertirse en conductor de ambulancias de la Cruz
Roja. El lugar mantiene el mismo encanto conque volvió a visitarlo tres, siete,
once y muchos años después cuando regresaba a cicatrizar heridas en compañía de
cada nueva ilusión, con el encanto de la profética de James Joyce, el
simbolismo poético de Ezra Pound o los esoterismos de Pablo Picasso y Joan Miró, Para
entonces ya había ganado el premio Pulitzer y marchaba en solitario hacia el
nobel de literatura que recibiría en 1956.
Hemingway volvía a aquel lugar como un quijote náufrago en busca de alivio para su soledad de tormento. Sin embargo, allí añoraba el aire tibio y libertino del Caribe, el fuego abrasador de las mujeres que bebían en La Bodeguita del Medio en pleno centro de La Habana, a pocas cuadras del bulevar donde los libreros gallegos ofertaban sus incunables de siempre y aquel mar incomparable que hacía éste mundo diferente de cualquier mundo.
Quienes amamos la libertad hemos sentido a Cuba en la piel. Igual aconteció con Hemingway quien vivió algunos de sus años más felices en Punta Vigía y a bordo del Pilar su barco, refugio para los buenos sueños y las faenas heroicas. En sus bodegas, los milicianos de Fidel "nacionalizaron" escritos inéditos del Premio Nobel de Literatura a mediados de 1960 contribuyendo a la depresión que ya padecía el bardo, de regreso a su inexorable encuentro con la muerte. El tiempo no ha podido hacer que pase ésta sensación de agonía, de dolor inmaduro, de desengaño que nos va envolviendo con la vida y nos conduce en un vals indescifrable que nunca acaba...
Hoy como antaño en la Marina Hemingway, aquel gigantesco atracadero para yates de millonarios que dejara inconcluso Batista, se sirve Mojito y Daikiri en homenaje al autor del amor y la guerra, de la pérdida y de la soledad; para él que fue un aristócrata de la literatura, que cató de todos los vinos y anduvo por mil caminos como el tío Alberto que nos recuerda Serrat, el tiempo permanece estático, mientras afuera...pareciera que la vida pasa.
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