Por: José Ramón Burgos Mosquera
Este es el recuerdo de los días en que
balbuceaba en la contemplación del silencio sobre las rocas húmedas y tapizadas
de centenarios líquenes en el páramo de Almaguer... Atraído por la fuerza
desconocida de la montaña, había encallado allí en el verano del setenta y cinco del pasado siglo y hurgaba como un náufrago tras el yelmo oxidado y las adargas
perdidas por Sebastián de Belalcazar y uno de sus escuderos, don Pedro
de Añasco, organizador de aquel fundo inhóspito, entre bosques de montaña
virgen y rocas sometidas al fragoroso escalpelo del tiempo. Inhóspito, agreste,
salvaje, con territorios de roca bituminosa que contenían un secreto que
permaneció oculto por siglos a la curiosidad humana: esmeraldas. Las lajas
cortantes y los abismos abiertos no fueron suficiente razón para detener la
orgía idolátrica de las piedras con que adornaron custodias sagradas y escotes
prohibidos.
“- Almaguer, -confesó con nostalgia-
tiene una historia aparte. Bella y cruel. Ojalá sobreviva para contarla”.
Comenzaba
entonces el largo peregrinar de médico de provincia lleno de ese entusiasmo
bárbaro de cosacos con que se emergía de la universidad, dispuesto a autenticar
con su propia sangre el sentido de los
sueños. Traía la convicción profunda de que todo era posible y en lo más
recóndito de la conciencia, vivía flotando una obsesión real por darle rienda
suelta al indómito huracán de misterios que habían permanecido dormidos.
Así
llegó aquella noche helada de tormentas e incertidumbre. Repitió como,” jamás
podría olvidarla”, porque llenó de luz
y certeza su astillada esperanza de que Dios existiera.
Corría
noviembre, mes de brujas y encantos, y llovía y llovía monótona, fría e
incansablemente entre la niebla insomne, entresacada de los cuadros de Augusto
Rivera. San Juan de Almaguer era entonces el vívido reflejo de un sueño heroico
del pasado, que flotaba como una paloma en vuelo sobre lo más alto de la
cordillera en el Macizo Colombiano. De sus montañas ariscas brotaban cobrizos
campesinos e indígenas taciturnos y enigmáticos, envueltos
en una túnica de soledad sin nombre que los guardaba de cinco siglos, desde la
dolorosa tormenta del encuentro con la certeza de haber perdido la libertad. La
libertad y las gemas, por supuesto. No de otra forma se explica pobreza más
inmensa que aquella.
En
medio de la borrasca, irrumpió un torrente de campesinos, escurriendo agua a borbotones. Traían un niño de diez
años al que cargaban en una especie de parihuela, confeccionada con guaduas y
amarrada con bejucos. El niño mantenía una terrosa palidez, debida a un sangrado
desencadenado por una herida que se había infligido en el abdomen, al resbalar
por la ladera donde había salido a cortar pasto; en su rostro tallado a mano
por la dureza de la tierra, no sobrevivía ni el mínimo asomo de dolor o miedo
ante la incertidumbre.
En
el centro de salud todo se convirtió en caos. No había transporte desde hacía
más de una semana por los incontables derrumbes que obstruían la única salida
del pueblo; la ciudad más cercana estaba a ocho horas de camino en condiciones
normales, y en el pequeño centro, solo existía una incómoda cama ginecológica y
un consultorio con total falta de elementos para efectuar una verdadera
cirugía. No había salida posible en tales circunstancias: o se intentaba
salvarle la vida o se asistiría impotentes a su muerte segura.
“- No contábamos con equipo de
anestesia, ni antibióticos, ni oxigeno, ni instrumental para intentar operarlo,
excepción hecha de las pinzas de sutura con que atendíamos los heridos de
rutina”- recuerda con dolor. No había sala estéril. Solo existía una pequeña
olla que vaporizaba y le hacía fieros a las bacterias.
Rebujó
aquellas duras horas de soledad y amargura y vuelve a sentir el fuego de aquel
átomo de certeza, aquella astilla de fe que le permitió asumir con éxito una
decisión demente. Fueron varias horas improvisando el débil tejido de la vida,
orando en silencio mientras se pugnaba por reconstruir los hilos de aquella
núbil existencia…. Inyectándole pequeñas dosis de ketamina, un anestésico cuyo
único frasco era el amuleto sustraído como testigo del paso por la sala de
cirugía del hospital San José, finalmente se logró por la fuerza de la fuerza,
mantener el contenido visceral del abdomen en su sitio.
“- Cerramos las hendijas abiertas en
sus órganos, enjuagamos y reconstruimos a medias el brillo de sus bienes
ocultos, nos dejamos guiar en el laberinto por un soplo de clarividencia que
emanaba del cuerpo exánime, hasta el final...
“Después, como flotando tras un viaje sin retorno hasta lo inescrutable,
salimos al corredor que unía el dormitorio del médico, convertido por la fuerza
en sala de cirugía, hasta el salón de espera del centro de salud. Tras una
cortina de lluvia, una hilera de
espermas encendidas en manos de todo un pueblo nos señaló la bruma de un nuevo
amanecer. El golpe del agua en las calles empedradas parecía un camino nuevo
hacia la sonrisa de Dios. Descubrirlo así, de repente, me causó una alegría
indescriptible. Sobre todo, saber que permanecía allí, dispuesto a confortarme
desde la cercana esquina de mi corazón”- Fue así su poético encuentro con Dios.
“- Sobrevivir incólumes a angustias
indelebles como aquella te va acercando lenta pero inexorablemente a Dios. Más que una sensación de compañía que
sobrevivía dentro de mí , su omnipresencia se fue adueñando de todos los
imposibles que recurrían en la existencia, hasta convencerme que imposible era
tan solo lo que aún no había sido posible. Y su presencia se convirtió en una
convicción profunda, no obstante la mediocre tibieza en que anidaba mi fe. A la
espera de lo que habría de llegar…”- Y llegó.
(Tomado del libro "Aquellos días difíciles", próximo a editarse).