Por: José Ramón Burgos Mosquera.
Hace pocas horas regresé de una corta visita a Popayán. Permanece estática, como la dejó su bardo desde el pasado siglo. Recorrer a pie los sitios emblemáticos de siempre y encontrarse una vez más con aquellos personajes a quienes el tiempo respeta de manera inexplicable termina por remover las ruinas que uno creía sepultadas por la distimia del tiempo y cubiertas por el polvo del olvido. Revisé con un poco de pudor los refundidos folios de unos apuntes autobiográficos que denominé "Aquellos días difíciles" y he aquí lo que he encontrado:
-“Si es cierto que te casas,
prefiero morirme”-
Su
voz llegó lejana, sumergida en un mar de incertidumbre aquel amanecer del 7 de
diciembre, mientras yo, estrujando la almohada con el teléfono, no sabía si las palabras eran el último rescoldo de un
mal sueño o el preludio de una culpa sin nombre, que habría de perseguirme
por el resto de la vida.
- “Acabo de leerlo en el
periódico”- me dijo irritada, con ganas
de llorar.
-“Todo nos llega tarde…Hasta la
muerte!”- recité suspirando en la penumbra de aquel despertar insólito, sin
medir las consecuencias de aquella evocación sombría, en alguien cuya
sensibilidad flotaba en la flor de la piel.
Hubo un silencio seco. Un momento eterno, sin
entrañas ni consuelo, que no solo alcanzó para revolver el amasijo de recuerdos
de cuanto habíamos construido el uno para deslumbrar al otro, lo inolvidable de
cuanto habíamos podido hacer y no fuimos capaces de lograr, sino que permitió
en el tráfago de la añoranza descubrir que aquello no era el final del sueño de
un hombre que propicia el suicidio de un amor imposible, sino el costo
impagable de una amarga realidad al
final de un desdén.
-“Escribe una carta antes de matarte”-
dije recogiendo los pasos y
completamente despierto. –“Cuéntale al
mundo las verdades a medias que siempre me dijiste” –agregué, sin lograr evitar
el aliento de un despecho insano que
revestía de ironía la confusa gravedad
de su amenaza latente.
-“Repite una vez más el mensaje de tus dedicatorias, las mentiras
piadosas de tu diario, tus cartas, tus poemas, porque a pesar de todo creo que
no eran tan solo un ejercicio literario sino que en verdad me amabas. Que como
no tuviste el valor de renunciar a
cuanto tienes ahora, tu decisión fue huir del amor que te ofrecí. Será el
comienzo de una novela increíble. Ambos
seremos los protagonistas de un hecho cierto de la vida, que acabamos
conscientemente convirtiéndolo en una tragedia” –argumenté, presagiando lo
peor.
No dijo una palabra más. Su voz ronca de
fumadora empedernida, cálida y sensual
me había sonado frágil y
deformada por la ventisca del abandono. No guardaba ni el más mínimo parecido
con aquella flauta mágica cuyos efluvios
se deslizaban en la madrugada por mi piel con frescura de ola y caricia de mujer.
Aún
con el teléfono en la mano, rebujé sin compasión en las raíces
de ésta sensación de hastío que me había dejado la conversación con
Miriam y entonces volví a escuchar la voz inquietante y curiosa de aquel viernes fragoroso de abril, dos años antes.
El hospital universitario hervía entre el opresivo peregrinar de militares
lacerados, periodistas incisivos y
familiares angustiados que se metían por cualquier resquicio en busca de
noticias frente a una catástrofe nueva que había causado
incontables víctimas. Yo era entonces
estudiante de medicina y en mis
horas libres trabajaba como asistente
del banco de sangre durante noches interminables y festivas de espanto,
que me mantenían asido al timonel de un barco sin retorno. Vivía en un pequeño
refugio adjunto donde estudiaba entre
los estragos de mis noches de guardia y cada amanecer de insomnio. Y
seguramente la vida habría tomado otro curso si todo no hubiese seguido su
rumbo de entonces. Pero, irrumpió así,
sin pensar en qué pensaba, sin ninguna
consideración por todo lo que sucedió después.
-“¿Qué se necesita para donar
sangre?” –inquirió indecisa.
_”Querer salvar una vida” –respondí a
las volandas, mientras atendía la fila de donantes frente a la recepción. Luego le expliqué rápidamente qué
antecedentes lo impedirían, a excepción de la edad.
-“Usted anda en los veintiocho,
luego no tiene problemas. Véngase”- dije
animándola a dar el paso.
-“Treinta y uno –corrigió- y
tres hijos de ocho, cinco y tres años”-.
Eso
fue todo. Pero fue el comienzo de una locura que a los veinte años de entonces me llevó a descifrar el
jeroglífico del pasado para meterme de lleno en los misterios del porvenir.
Hoy puedo contarlo sin sonrojos: ni siquiera
era joven, ni siquiera era hermosa, ni siquiera era pudiente, ni siquiera era
libre y lo que es peor, aquella primera vez ni siquiera fue capaz de ir hasta
el hospital como donante. Solo al amanecer volvió a llamar y descubrí en su voz el primer atisbo de un peregrinar de noctámbulos y una extraña
pero indeleble afición a la soledad. Hablamos de todo y de nada, en una mutua
búsqueda de lugares comunes, sin pensar en nada, sin insinuar nada, en una
perfecta convicción de que seríamos
amigos eternos cuando pudiéramos conocernos. Por cerca de dos años seguimos
hablando sin descanso, salvando cada vez con menos dificultad los prejuicios
que nos separaban, construyendo con las hojas secas del verano un cálido
nido para el siguiente invierno, en un
juego de aves soñadoras y temerarias
dispuestas a arriesgarlo todo por el placer de no hacer nada, para dejar de sentir lo que en verdad se
siente y después el final.
Han
pasado treinta años, el mundo sigue igual y lo único nuevo es que ahora el
reflejo que me devuelve la pantalla,
muestra dos profundas arrugas verticales
que me vienen de aquellos tiempos, cuando me sentía el único dueño del
mundo y ni siquiera de éste mundo sino
de cualquier mundo. De regreso, he vuelto a escuchar sus pequeños gorjeos de encanto ante la
lluvia persistente de las palabras que pronunciaba cada noche, tratando de convencerla de que se
arriesgara a un encuentro verdadero.
No obstante, durante seis meses, solo le daba
largas vueltas al ovillo de una cuidada estrategia para tenerme en vilo. Pese a
todo, a sus prejuicios puestos en entredicho tras cada libídine encuentro de parlantes insomnes, “pese a mi
mal disimulado inquieto pesimismo” como escribió entonces, terminó dejando una
refrescante estela de interrogantes por
resolver, ansias por dilucidar y retos por cumplir, que terminaron haciendo
imposible rehuir por más tiempo aquella colisión de románticos insaciables.
Conocerla
fue peor que cualquier desastre imaginable….. Ni siquiera era bella, ni
siquiera se elevaba al cielo como una nube y una nube con nalgas como lo exigía Vinicius di Morais, ni siquiera
era rica y orgullosa como se imponía para las amantes de los estudiantes sin
fortuna, ni siquiera era culta…. Nada adornaba su rostro común de oficinista
sin ambiciones, excepto un levísimo temblor en el labio inferior húmedo y
fresco; los ojos siempre escondidos tras unos lentes oscuros, no decían nada, nada de nada…. Sin embargo… y esto era lo verdaderamente insólito, pese a
que de aquella cabeza mediana pendía unos brazos siempre cubiertos, siempre
cansados y un cuerpo menudo con liviandad de brisa, la capacidad de
transformarse en un arroyo de ensueño,
obedecía al conjuro de su voz. Cuando hablaba, nada parecía importar.
Nada importaba más que su voz sedosa y grave llena de alegres subterfugios de
la inteligencia y por supuesto que
después de escucharla se terminaba siendo víctima de su implacable encanto y seducción.
El
embrujo de una mujer cualquiera, consiste en no dar tiempo a los prejuicios,
sino en imponer la dictadura de su inteligencia. Allí sobrevive el encanto de
las feas.
Dos
años duró aquel juego peligroso de desastres
inevitables, siempre latentes y
siempre insondables, y que sin
embargo fue rompiendo alegremente cualquier cauto sentido de previsión. Lo peor
sucedió aquella primera vez cuando todo transcurrió sin dificultades, cuando
costó tan poco conseguir la dócil
tibieza de su conformidad para
asirse de los sueños, cuando volvió añicos su vieja tabla de imposibles y nada
le importó.
Aquella musa paradisíaca había dejado la
cáscara tirada en la ventana. Pero en cambio había hollado lugares inalcanzables en las tardes, cuando
me daba a beber la hiel de la duda con su mirada frágil, sus manos distantes,
la boca esquiva, la palabra lejana.
-“El silencio no necesita palabras”-
imponía fríamente condescendiente
Y
yo sabía que ahí donde terminaban las palabras comenzaba la música y me envolvía
en la capa dorada de antaño para volar
sin tiempo y sin medida hasta cuando el hastío ponía términos a la soledad.
Fue
entonces cuando apareciste tú. Con tu arpegio te fuiste haciendo dueña del
tiempo perdido y un nuevo sentido se fue
imponiendo en mis silencios.
Para
Miriam, estas dudas ocultas le devanaban la razón y las convertía en una cara
nueva del amor que tan recientemente se
negaba a darle ingreso. Ella iba hacia la rosa cuando yo regresaba de la
espina, y ni siquiera entonces fuimos conscientes de que todo había terminado
cuando en verdad, apenas comenzaba.
Desde
entonces, guardo con algo de pudor y mucho de escepticismo, los
estremecimientos que resquebrajan la
piel de este viejo barco de guerra, cuya búsqueda de una dársena donde carenar por siempre, le ayuda a sobrevivir.
-“Quince años después me encontré frente a frente con la realidad
viva de la viva realidad…. Una tarde
lluviosa de diciembre sentí el hielo de
una dura mirada protegida por la cómplice oscuridad de unos lentes,
hurgando impasibles dentro de mí con la
ansiedad de un náufrago. Mientras el viejo ascensor gemía, sus ojos
indescifrables se empeñaban en encontrar los míos, hasta lograrlo al llegar a
la última estación. Allí estaban aquellos ojos color miel de los que tantas
veces permanecí cautivo. Querían hablar, pero queriendo hablar no hablaban…
Fue así como intuimos, muy a nuestro pesar,
que volver a encontrarnos no guardaba nada gratificante, nada nuevo. Y
entonces, con un dolor preservado en lo más hondo de mí, volví a descubrir que….
ni siquiera era hermosa, ni siquiera reía, ni siquiera había sido fiel a su
promesa de cultivar su encanto. El sepia de sus labios permanecía incólume como
huella indeleble del yugo eterno de sus cigarros, el sello de la madurez
surcaba implacable la frente, las sienes, el otrora victorioso arco de los
ojos…. pero al menos esto mismo, le había permitido sobrevivir a sus amenazas
de antaño. Así que cortésmente, con un leve movimiento de cabeza, cerré por
siempre el diálogo que una vez comenzamos”-
Está escrito. A Popayán no se va. Se vuelve.
0 comentarios:
Publicar un comentario