Por José Ramón Burgos Mosquera
El cautiverio cercena la libertad pero libera la imaginación a niveles insospechados. Como un martillo golpeando en las sienes convertidas en yunque, en ese ajado libro hallé además páginas tristes, como la noche en que encontró “La niña del osito de felpa”: ... Hela aquí.
“Fueron tantas ilusiones fortuitas, tal la
cascada de risas y gemidos, que al hacer las cuentas no sabía con exactitud
cuanto había recibido frente a lo poco que había entregado. Las mujeres habían
sustraído lo mejor de mis energías cósmicas y las habían gastado a su antojo.
Sentía que cuanto di hasta entonces podría equivaler a lo recibido y que estaba
a paz y salvo en los negocios de mi espíritu. ¡Pero qué va! Siempre estamos
sideralmente distantes de alcanzar el equilibrio perfecto frente a todos nuestros compañeros de viaje.
Siempre. Y hacemos tan poco por devolver parte de cuanto hemos recibido...
Ocurrió una horrible, brumosa,
interminable noche de abril, cuando observé una niña pálida, con esa palidez
terrosa que produce el hambre. Sus
inmensos ojos negros alumbraban asustados
un rostro fino, cortado con delicadeza a pesar del tizne brumoso de las
ojeras evocadoras de una pobreza de espanto. Temblaba toda ella recostada en su
cama de la sala de partos de aquel hospital de provincia. Temblaban sus cortas
y delgadas piernas como movidas por una
fuerza que no le perteneciera, y
un sudor frío corría por sus manitas decoloradas por el dolor y el esfuerzo de
permanecer agarradas a los bordes de la cama. El rizado pelo de ninfeta se
obstinaba en tratar de madurarla, pero una voz
frágil y cristalina de niña fue
la encargada de certificar mis sospechas:
-“Tengo doce años” –
En
verdad era innecesaria la pregunta, porque cuando le daban descanso las
contracciones, su mano derecha secaba el sudor, estrujando un pequeño oso de
felpa ennegrecido por las caricias.
-“No quiero que me operen –suplicó
sollozante- Aunque me muera, no me vayan a operar, porque yo quiero tener mi
hijo por allí mismo”.
-“La
sublimación del dolor, estigmatizado por el recuerdo de una noche de desamor,
me causó una sensación de vacío. El parto fue una odisea inolvidable, por el coraje con que ese pequeño ser le daba
vida a otro más pequeño aún, si bien con el primer llanto del amanecer, le
devolvió con creces el aliento de la existencia. Después de exhalar un ronco
gemido de animal de monte, que le
inyectó una fuerza inexplicable, solo volvió a hablar para pedir que le
mostrara al bebé y luego, con una sonrisa inefable en el rostro sudoroso, soltó
suavemente el pequeño osito de felpa adormecido
en su mano, lo dejó caer sin dolor y se durmió como un ángel agotado por la ternura del amanecer”.
“Por
mucho tiempo me devoró un rencor sordo, desconocido e implacable, una rabia
malsana contra la mísera mediocridad de las pasiones humanas. La indubitable
cobardía con que los hombres disfrazamos nuestra pobre humanidad, hizo astillas
el barro cocido de las apariencias y la fuerza insondable del eterno femenino,
se me hizo más evidente que nunca”.
“Afuera, sin importar el escozor que producían las espinas de una odorífera buganvilla, un búho daba la
bienvenida a una alegre noche de cacería”.
(Tomado del libro "Aquellos días difíciles", próximo a editarse).
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