EL MENSAJERO DE SATMAR
("La Sangre de David" - Cincuenta años antes)
Por José Ramón Burgos Mosquera
(Fragmento del Capítulo 2):
...Cuando el capitán del buque dio tres largos pitazos, los
pasajeros se volcaron a los corredores de cubierta para observar la multitud de
curiosos que esperaban en las gradas del embarcadero donde ataban el cabo. Desde
allí descubrieron aquel apostadero único y feliz donde los negros usaban
vestido completo de paño real inglés, compraban zapatos “tres coronas” y
exhibían orgullosos a sus mujeres ataviadas con hermosas túnicas multicolores o
recamados vestidos ceñidos a sus deslumbrantes cuerpos de palmera. Todo parecía
un carnaval de celuloide, pleno de una africanidad cercana, por lo que los
viajeros confundidos terminaban creyendo que esos cuellos alargados,
adornados con cadenas de oro y
pendientes de esterlinas en las orejas, no pertenecían a estas tierras.
Puerto
Tejada, nombrado así por el gobierno en homenaje a un fiero militar conservador
de mediados del pasado siglo, era entonces un pueblo de casas solariegas con
treinta años de fundado donde los negros ebrios de libertad, consumidos por el
fuego del liberalismo que sentían correr por sus venas, creían que disfrutar y
soñar era la mejor manera de compartir su riqueza y la abolición que habían
alcanzado hacía apenas siete décadas. Por eso les tenía sin cuidado el nombre
que les habían impuesto para su villorrio. Ya llegaría el día en que sus nietos
lo cambiaran por Puerto Rico que se acomodaba a su talante alegre y libertario. El barrio de Las Dos Aguas y el
entorno de la plaza central protegida de
la implacable canícula por tres
centenarios samanes, constituía lo que dio en llamarse la “Capital cacaotera de
Colombia” y quien visitaba al Cauca sobreviviente de las hecatombes civiles de
finales del siglo XIX, se encontraba con sus calles polvorientas, rectas y
alegremente arborizadas, apretujadas por las recuas de animales cargados con
las cosechas de sus 10.000 hectáreas sembradas en cacao y con decenas de balsas
de guadua atracadas en el entrecruce de sus dos ríos a la espera de los
compradores del grano, café, aves, plátano y oro. Los hombres de entonces tenían
un fiero sentido del honor y se les respetaba o se moría.
-
¡Aquí somos hombres de braga! –decía
Sabas Casarán, uno de sus líderes.
Los negros ostentaban con orgullo
su libertad y exhibían sin falsas modestias su momento de prosperidad. Por eso
gastaban a manos llenas, y las ocasiones en que el vapor tocaba a su puerto en
la Plaza Chiquita era razón suficiente para disfrutar una semana de juerga
con amigos.
Para Maurice, nada pareció exorbitante hasta cuando descubrió entre la multitud el destello de la sonrisa fresca de una mujer que se protegía del bochorno bajo un paraguas color violeta. La observó caminar en la distancia, y encontró en el rítmico ondear de sus caderas la sensualidad eterna que había descubierto en Siagolome. El corazón le dio un brinco y de pronto, víctima de esa fascinación nigromante que recorría su cuerpo, sintió la misma incontenible necesidad de acercarse y verla allí de nuevo. Sin embargo, cuando logró bajar del barco la hermosa visión había desaparecido. La sensación inequívoca de su proximidad lo mantuvo alerta y con una inquietante zozobra que no desaparecería hasta encontrar a quien la había desencadenado.
Para Maurice, nada pareció exorbitante hasta cuando descubrió entre la multitud el destello de la sonrisa fresca de una mujer que se protegía del bochorno bajo un paraguas color violeta. La observó caminar en la distancia, y encontró en el rítmico ondear de sus caderas la sensualidad eterna que había descubierto en Siagolome. El corazón le dio un brinco y de pronto, víctima de esa fascinación nigromante que recorría su cuerpo, sintió la misma incontenible necesidad de acercarse y verla allí de nuevo. Sin embargo, cuando logró bajar del barco la hermosa visión había desaparecido. La sensación inequívoca de su proximidad lo mantuvo alerta y con una inquietante zozobra que no desaparecería hasta encontrar a quien la había desencadenado.
El
resto del recorrido lo hizo a caballo por un carreteable transitado por
vaqueros que arriaban ganados y trabajadores negros que iban y venían de
plantación en plantación. El cuadro era nuevo y excitante para Maurice,
asombrado por el colorido y abundancia de aves, las bandadas de garzas que
volaban junto a la caravana de caballistas y que suavemente terminaban
posándose sobre la tierra vibrante, espléndida, abierta como una fruta en hileras rebanadas por los discos del arado que
giraban halados por la fuerza de estrafalarios tractores Bolinder Munktel,
recién incorporados a la faena.
La hacienda era una
ancestral casa colonial, resguardada de los inclementes soles del trópico por
dos monumentales ceibas similares a las de la plaza del pueblo, que le daban un
aire de frescura y seguridad envidiables. El camino
hacía una curva al final y de pronto bajo un concierto de gorriones y azulejos
aventureros, el vuelo plácido de una garza extraviada y grupos dispersos de
aves que viven a plenitud en el inmenso samán central, apareció la
magnificencia del pasado en los múltiples arcos victoriosos de la gran casona y
sus regias construcciones circundantes: los cimientos visibles de piedras
pulidas, las columnas histriónicas delineadas con tallas antropomorfas e
inscripciones egregias traídas desde milenarios cementerios de indios, amplios
corredores cercados de barandas talladas en madera, estratégicas ventanas
entreabiertas, fuentes de helechos arqueados, y hojas rotas gigantescas que
rivalizaban con soberbios tinajones exhalando su encanto cerca de donde
sobrevivían sombreros de esparto dejados al azar sobre baúles sin tiempo y altos asientos en cuero repujado. Aquí y allá
grandes bateas de cobre guardaban reposo después de haber cumplido su cita con
el pasado, y a un costado emergían las huellas de los caneyes donde departían
los esclavos y donde seguramente, anduvo cabriolando con los hijos de los
trabajadores negros el corajudo antepasado de los dueños de casa, quien estaba
predestinado a representar mejor que nadie una alianza implícita y una empatía
natural con los negros del Patía y del Norte del Cauca a lo largo de sus
interminables guerras civiles. A los asombrados visitantes se les advertía que
cerca de allí, de este y del otro lado del río, las “mama-lúas” Yoruba aún continuaban
pitonizando los sueños de sus hijos y dándole a cada circunstancia de la vida
el rigor fantástico que les viene de su cultura africana, pese a haber
transcurrido tres siglos desde su llegada a América. Pero en los ojos de los
negros aún yacía la misma llama nostálgica que los mantenía atados al ayer, impidiendoles romper el cascarón de su soledad.
Maurice tomado de la
mano de su novia guardaba silencio, pero en
realidad estaba pensando en cómo escapar de allí para buscar la causa de
su desasosiego. Una circunstancia fortuita rompió la magia del instante y le
dio la oportunidad de hallar respuesta a su delirio. Sucedió que uno de los
trabajadores de la hacienda armado de un cuchillo, embriagado y soberbio,
comenzó a ofender a viva voz a don Bernardo a quien retaba a salir de la casa a
responderle como un hombre, y aunque éste en verdad lo era, se trataba de alguien que superaba los setenta
años para enfrentar a un curtido operario que apenas rondaba los treinta.
Cuando nadie lo esperaba Maurice encaró al agresor protegiéndose la mano
derecha con su blanca chaqueta de dril, y tras eludir un lance del energúmeno
lo tomó del antebrazo, y girando velozmente
su cuerpo descargó con violencia el brazo sobre su hombro desarmandolo de inmediato y provocando luxación de su extremidad. No obstante, Maurice siguió
golpeando con los codos el rostro del hombre hasta cuando intervinieron otros
peones de la finca separándolo del caído, quien quedó irreconocible. El salvaje que permanecía oculto, aquel ser
despreciable que llevaba dentro y aparecía en las noches de París, estaba ahora
presente bajo el cabello revuelto y la mirada llameante de sus ojos.
Tras el escándalo y
confusión vividos, sintió dolor en la muñeca izquierda que comenzó a hincharse
quizá por un probable esguince, por lo que decidieron ir en busca del único
médico existente en el pueblo, quien gozaba de una merecida fama de ser capaz
de componerlo todo. El se dejaba atender, aunque captaba el halo de misterio,
estupor y admiración que lo rodeaba. Para quienes desconcertados, medrosos o
acobardados habían presenciado la pelea, el mensaje era claro. Había llegado
otro hombre a la hacienda y tenía nervios de acero. Su sensible prometida aún
temblaba por el pánico soportado.
Sentada a su lado permanecía pálida, conmovida y nerviosa por lo que había
sucedido, pero en su interior, el orgullo de saberse pretendida por un hombre valiente había acrecentado la idílica pasión que la devoraba sin descanso, desde cuando descubrió en aquel ser
la plena realización de sus sueños.
Tres días después
cuando acompañado de la familia de su novia, fue hasta el pueblo donde le sería
retirada la férula que le dejaran en la madrugada de la antevíspera, la
descubrió en el pequeño dispensario
donde fuera atendido. En ese momento ya había corrido la noticia de su temeraria lucha con el cerrero Olegario
Galvis, reconocido como un caza pleitos inaguantable, por lo que algunos
curiosos estaban sorprendidos de no descubrir heridas en el cuerpo.
Maurice guardó silencio y aunque parecía que no
tenía sentidos sino para disfrutar la esbelta figura de su inquietante enfermera, se maravilló al descubrir cómo la piel quemada de sus diestras manos recorría con estudiada suavidad su aterida
extremidad dedo a dedo, masajeandolo con ternura y una sabiduría ancestral que
le provocaba una paz inexplicable y un
equilibrio desconocido en él. Era la primera vez desde cuando arribó a estas
tierras de poderosa desmesura que encontraba un resquicio para pensar en los
saltos que daba su vida. El dolor era
soportable. Aun así, la frente estaba
perlada de sudor y su mirada había perdido ese marco de insolencia que los
distinguía hasta convertirse en una línea gris acerada que
le daba un aire impenetrable y desolado. Observando sin pestañear cada paso que
daba aquella mujer, compartió la dulzura de su aliento fresco y la miel
derretida de sus grandes ojos de gacela, comprobando que la visión desde el puente del
barco no había sido una alucinación. Hallaba en ella algo indefinible y
extraño, pese a que no hablaron nada. Es cierto que no hubo espacio para las
palabras y sin embargo, Maurice encontró interrogantes inexplicables, que lo
conmovieron y fascinaron de tal manera que al terminar el procedimiento ambos
sabían que serían amigos o amantes algún día.
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