CYRANA
Por José Ramón Burgos Mosquera
CAPITULO 1
Fue
al bajar las escaleras eléctricas que conducen a las salas de cine en el Centro
Comercial Chipichape cuando lo sustrajo su atrayente indumentaria. Lucía una inusual
boina marrón que dejaba escapar mechones rubios a ambos lados de la cabeza, pantalón
café oscuro, bufanda de seda y una alegre y ajustada chaqueta de un amarillo
vivo sobre la cual recaían las miradas, mezcla de admiración y envidia, de las
chicas de bluyín y de los hombres con mundo, hastiados de la uniforme simplicidad
que circulaba por los corredores. Bajo la blusa de cuello alto color champaña
se insinuaban sus senos firmes, pequeños, de caminante inclaudicable, inmóviles
como los de una modelo sin prejuicios. El marco de sus ojos color miel,
protegido por unos lentes de cristal con fino marco dorado, transmitían
dignidad y una serena percepción de la vida.
Ascendía
observando el cotidiano paisaje sin mayor interés, cuando por una verdadera
casualidad, su mirada tropezó con la de Giuseppe que disfrutaba la visión de su
figura cálida, distante, insospechada, quizá irreal. En esos escasos instantes
los recuerdos desfilaron incesantes, como si el tiempo no hubiera transcurrido
y apenas fuera el cumplimiento de una cita que habían fijado muchos años antes
para que se cumpliera de manera inexorable, cuando la memoria ya fuera dueña
del abandono. Era imposible no reconocerla, tanto, como fue imposible
olvidarla. Permanecía delgada, erguida, feliz de exhibir una vitalidad incuestionable
y continuar elevándose al cielo como una nube. Una nube movida a veces por el
viento y a veces convertida en lluvia bienhechora según lo exigieran los
vaivenes del atardecer.
No
pudo evitarlo. Una descarga de sentimientos remotos lo inundaban cuando retomó
el circuito y decidió alcanzarla. El relámpago que despidieron sus ojos, bastó
para que las palabras sobraran. Ambos estaban consternados, sorprendidos,
mientras desde la sala del teatro aún podía percibirse el delicado susurro de
valses de la banda sonora que había enternecido y deslumbrado a los asistentes
al concierto de André Rieu, filmado en Maastricht en 2016.
-
¡Qué milagro tan grande volver a verte!
-
¡El tuyo! -dijo, conteniendo la agitación
que la embargaba- ¡sobre todo ahora que eres famoso!
-
¡Estas guapísima! ¿Qué haces aquí? ¿Vives en la ciudad?
-
¡Ay “Jessie”! -comenzó, recurriendo al
viejo nombre con que lo llamaban sus amigos de entonces- Déjame saludarte
primero ¡Han pasado tantas cosas!
Y
reiniciaron aquel peregrinar de románticos seductores que habían hecho del
silencio y el desdén un buzón de confidencias innombrables, y del amor, a duras
penas, una insólita y terca oportunidad para aprender a soñar sin temor a
equivocarse. Por lo menos desde la perspectiva de Giuseppe, porque para ella verlo
era retornar a los días grises de tormento, frio y miserias mal disimuladas.
Era regresar a los abominables anocheceres de la derrota, cuando su alma
intentaba cicatrizar la herida del desengaño.
A los quince años ella era una chica altiva e
incontenible, que encontraba en los libros de la biblioteca del internado un
lugar para no escuchar los diálogos baladíes que propugnaban por plantearle sus
ardientes compañeras. Esos momentos los necesitaba para llenar su insaciable
apetito de sabiduría, de cultura universal, porque no era suficiente ser la
primera en todos los cursos que transcurrían en las aulas. A ella la consumía
una obsesión por ser la mejor. Solo así se sentía digna de ser admirada,
reconocida, amada, si bien en la penumbra del cuarto reconocía su delgadez y poco
atractivo, la ausencia de sensualidad en las curvas de su cuerpo un tanto
escuálido, aunque nadie conocía la dureza y sensibilidad de sus pequeños senos,
ni de su vientre, ni la suavidad secreta que ennoblecía su pubis. Ya que era inimaginable
remodelar entonces aquella nariz estrecha y quizá un tanto cortante, sus labios
desecados, quemados por los vientos del verano, y los dientes disparejos, a
pesar de que desde niña los masajeaba con pasión para que trataran de
acomodarse y mantener alguna gracia, por lo menos, cada día la movía una
convicción irreductible:
-
No seré bella -pensaba- ¡Entonces seré la
más sabia e inteligente de las mujeres!
Y
ahora allí, de repente y sin otra explicación que no fuera una dramática
alineación de circunstancias cósmicas, aparecía aquel hombre que había dado al
traste con el mito que ella había construido con tanto sacrificio. ¡Ironías del
destino! Había pasado décadas almacenando conocimientos, visitando ciudades, acopiando
cuidadosamente en su memoria toda la belleza que se exhibía en los museos del
mundo, escuchando a los más grandes sabios pensadores de su siglo, leyéndolos,
clasificándolos, criticándolos en su mente privilegiada, y al final resultaba
que su subconsciente insatisfecho le
recordaba que pese a todo había un hombre que la había superado, con dificultad
es cierto, y esa verdad no admitía palabras de alivio que cambiaran su propia
valoración.
Deambularon
por los dilatados corredores hasta hallar un rincón discreto para conversar y
hablaron sin descanso durante muchas horas, hasta cuando los meseros les
informaron que el servicio estaba por terminar. Hacía frío aquel atardecer de
octubre, que permitió al Dubonet demostrar que tenía una inigualable condición para
encandilar el aislamiento y una extraña cualidad para construir riachuelos que
revivían la memoria.
Jessie
repasó cada registro de aquel libro que había permanecido intocado y accedió a
volver a hurgar en él, como si por fin se atreviera a romper la cinta con que
permanecía atado. Siempre supo que ese encuentro se produciría algún día y por
eso en lo más íntimo de su ser no solo se sentía culpable, sino que además no hallaba
argumentos valederos para que ella fuera indulgente y capaz de perdonar la
felonía e inmadurez de adolescente en sus actos de entonces.
Hablar
con una mujer brillante era un verdadero placer. Hacerlo con una que además
tenía una excepcional capacidad para escudriñar el ayer con la pericia de quien
utiliza un detector de mentiras, era una temeridad. Consciente de eso, supo que
el día de la verdad había llegado y que nada impediría que leyera cada página
únicamente para ella, y que, por primera vez aclararan lo que jamás se habían
atrevido a contar…
-
¿Sigues amando la poesía? -inquirió cálida.
-
“Sigo siendo el muchacho, aquel muchacho
poeta con la vida satisfecho,
aquel muchacho cálido y
derecho
¡De pecho en ristre y excelente
macho!” ¿recuerdas a Ciro Mendía? -dijo
él.
La
pregunta había sido innecesaria. Todo lo que conocía de Jessie lo mostraba
inmerso en ese mar de lirismos y autores. ¡Claro que aún rememoraba a aquel ameno
sonetista! A través de él había rebujado en las obras de Tomás Carrasquilla,
Eugenio Díaz, Gregorio Gutiérrez González, Fernando González, y otros
escritores, pintores y creadores de la cultura antioqueña hasta llegar a la
nueva generación.
Briggitte
admiraba el coraje que él había tenido para cambiar el exitoso ejercicio de su
profesión y dedicarse a las letras. A ella en cierta forma le había ocurrido
igual. No podía ser de otra forma. ¡Casi medio siglo después encontraba que
había vuelto a ser el mismo de antaño; perspicaz, intuitivo, genial! ¿Acaso
algunos de sus artículos apilados en viejas ediciones no aparecían dedicados “a
Briggitte D.S.E.[1]”?
¿Quién más podría haber significado algo especial para él, que tuviese el mismo
extraño nombre, que no fuera ella? Es cierto que había proscrito para siempre
el día que llegara a amarlo porque su corazón latía tan solo para complacer su
recóndita voluntad de derrotarlo sin compasión. Hoy, sin embargo, creía superado
ese sentimiento de frustración y de vergüenza que la acompañó por mucho tiempo,
después de padecer la humillación en aquel torneo de imberbes intelectuales de
provincia. Ciertamente, sin esas heridas sangrantes no hubiera avanzado hasta
donde había llegado. La vida fácil habría acabado con sus sueños y al final
todo sería nada más que polvo de recuerdos. Hallarlo de nuevo, más que un reto,
era una oportunidad para descubrir de qué estaba hecho y cómo había logrado
meterse en su existencia.
*
Todo
comenzó cuando Giuseppe viajó hasta las lejanas montañas del sur del Cauca. El desplazamiento
desde la blasonada capital del departamento se realizaba en buses abiertos,
cercados por varillas de hierro que daban la apariencia de ser un corral
inexpugnable del cual era imposible salir sin perturbar al resto de pasajeros
que ocupaban cada una de las nueve bancas. Era el único medio para
transportarse hasta el distante lugar que el azar había escogido para iniciar
sus estudios de becario del gobierno. Ocho horas duraba la odisea tenebrosa y
agotadora, bordeando abismos por una carretera de espanto en la cual solo cabía
con dificultad aquel calesín de muerte. Era tanta la estrechez y el peligro que
acechaban, que a lo largo del recorrido existían estaciones con telégrafo Morse
donde un inconmovible cadenero informaba si venía algún vehículo en sentido
contrario, en cuyo caso había que esperar en algunos recodos para que pudieran
continuar ambos su recorrido.
Al
fondo del precipicio corrían los ríos Guachicono y Sambingo, que bajaban
arrastrando rocas, arbustos y lodos de la cordillera y una chisporroteante agua
llena de espuma y de encantos que hacían olvidar cuántos seres humanos habían
sucumbido en ellos. En esas circunstancias conoció a Gentil Fernández, su
inseparable compañero por los siguientes cuatro años y quien estaba destinado a
convertirse en un imperturbable testigo de aquel desafiante evento que deberían
vivir cada seis meses.
Gentil
era un adolescente delgado, de pelo castaño y ojos de mirar felino que vivía
profundamente orgulloso de su origen campesino. Se jactaba de saber montar a
caballo en pelo, haber ayudado a castrar terneros y ordeñar las vacas de la
finca de sus padres en Florencia, al borde del valle del Patía. Sus historias
tenían un aire de epopeya y libertad que lo hacían parecer mayor frente a otros
jóvenes que llegaban por decenas a estudiar en ese rincón del país. Se
entendieron de inmediato, porque en el fondo no eran más que dos alegres
pelafustanes que descubrieron ser el uno complemento perfecto del otro.
Giuseppe, convertido en Jessie para sus amigos, tenía el don de la palabra y un
conocimiento inverosímil de todo lo que leía y rebujaba en cuanto libro,
enciclopedia y periódico que pasara frente a sus ojos, y una poderosa memoria,
por la cual transcurrían fechas, nombres, fragmentos, páginas enteras de los
novelones que devoraba insaciable y sin descanso, los cuales se obstinaba en
enseñar a sus contertulios dondequiera que se encontrasen. Gentil en cambio era reservado, duro, las más
de las veces un ser huraño, dueño de una inveterada disposición a la crueldad
con las mujeres, porque desde niño su padre le había enseñado que “los machos
no comen dulce y a las mujeres les cabe el rejo”, repetía riéndose. Es cierto
que las halagaba y consiguió encantar a algunas de ellas, pese a que ya se
había ganado la fama de que disfrutaba haciéndoles pequeñas maldades.
Giuseppe,
varias décadas después, cuando viajó por el mundo invitado por la editorial
para la promoción de sus obras, encontró que las casas ennoblecidas de los
suburbios de Toledo y los villorrios rurales que pendían como faroles
encendidos a lo largo de las praderas de la Sierra de Guadarrama en los
alrededores de Segovia, tenían el mismo rasgo que caracterizaba a las de
Bolívar en el sur de Colombia, con esa arquitectura plena de detalles acordes al
abolengo abandonado en la península: la puerta principal de la vivienda protegida
por un respetable portón de madera gruesa con sonoras aldabas de hierro, que
daba paso a un zaguán por donde se llegaba al primer patio; una puerta lateral
de acceso al patio posterior, hasta donde ingresaban los caballos y animales de
carga, que comunicaba a las bodegas y área de servicios; los techos a dos aguas
y las ventanas hasta un nivel que permitían las visitas al atardecer.
Bolívar,
al igual que San Juan de Almaguer, era un pueblo con alma castellana y tradicionalista,
construido al pie de un cerro desafiante rodeado de vegetación frondosa que lo
circundaba como una corona de laureles, y buganvillas espinosas, vastas,
ensortijadas e inexpugnables. Desde su
cima podía observarse la misteriosa plenitud del valle del río Patía, salpicado
aquí y allá de remotos caseríos que Giuseppe había recorrido más de una vez,
cuando su padre presuponía que algún día heredaría su visión de negociar con
los negros y con los indios de la vertiente derecha de la cordillera occidental,
las mercancías que él compraba en Cali y acarreaba en tren hasta Popayán. Cuando
apenas andaba entre los siete y los nueve años de edad le entusiasmaban los
ascensos a pie hasta Balboa y Argelia tras atravesar en canoa el río y bañarse
en sus orillas, cazar torcazas que permanecían por miríadas en los maizales y
caminar en busca de respuesta a tantas inquietudes. Pero no tenía alma de
comerciante sino de soñador de arpegios, ya que con el paso de los días amaba
más capturar las aves para oírlas cantar en su casa de Piedra Sentada que
torturarlas con su cauchera. Luego, por contingencias de la vida, sus padres
regresarían al norte del Cauca de donde habían emigrado acosados por la
violencia.
Descendiendo
de las estribaciones, años después, hasta las ondulantes y empedradas calles de
esa aldea cargada de cicatrices desde los tiempos de la conquista, encontraban los
enrejados tristes de abandonadas dehesas, caserones fantasmales que alguna vez
guardaron compostura de haciendas, casas de oidores o antiguos edificios de los
almojarifes y regidores coloniales. Ni siquiera la plaza central pulcramente adoquinada
podía considerarse plana, ya que todo estaba construido en escalas ascendentes
o descendentes según se mirara desde arriba o desde abajo el musgo esparcido en
los tejares rebordeados de líquenes centenarios. Había un parque, igualmente
inclinado, frente a una iglesia gigantesca, cuya desmesura correspondía al
grosor de sus paredes de metro y medio de adobe pisado, recamadas de lajas de
rio adosadas con argamasa de cal, sangre de toro y arena. En el costado norte
estaba la Escuela Normal de Señoritas, donde permanecían las alumnas internas
provenientes de los municipios y departamentos vecinos.
Era
un pueblo de casas blancas colgado de un barranco, en cuyas puertas siempre
había un taburete donde permanecía algún anciano viendo pasar la vida, las
recuas de animales que portaban las cosechas y subían las remesas para las
veredas cercanas, los arrieros de siempre, el cura, el sacristán y las mujeres
de rebozo que con pañolón y mantilla madrugaban a misa. La siega del trigo había
desaparecido desde que pasó la guerra y arrastró con los últimos campesinos que
lo sembraban en los repechos del camino al Páramo de las Papas.
Allí
empezó esta historia de intrigas, de cariños aparentes y de rencores profundos,
de romances y audacias sin límite.
Inició
a comienzos de los sesenta. Un día cualquiera, cuando aún persistía una
llovizna breve que acompasaba el ruido del agua que caía de los tejados y seguía
por las calles, barriéndolas y devolviendo color a los geranios envilecidos por
la resequedad del pasado verano.
A las diez de la mañana al terminar la
eucaristía, las estudiantes internas salían del templo a dar unas pocas vueltas
al parque para darse un pequeño baño de sol antes de volver a enclaustrarse.
Era la única oportunidad en que los jóvenes de otros colegios podían
saludarlas, inspirarse en ellas y transmitirles sus pensamientos.
Jessie,
Gentil y Julián habían establecido un puesto de mando bajo las gradas de la
sala de espera del edificio del Correo Nacional, y llevaban ya cerca de media
hora a la caza de esos momentos durante los cuales se provocaban encuentros
fortuitos que duraban minutos, instantes quizá, que jamás volverían a repetirse.
Cada ocho días buscaban burlar la supervisión de una monja que desde un amplio
ventanal del tercer piso del colegio vigilaba el comportamiento de las chicas.
Y en ese juego de avances menores y maldades inocentes se les consumían los
días y las semanas hasta cuando podían hablar a solas, de ternuras
insospechadas y volcánicas pasiones de adolescentes febriles que finalmente
culminaban en frustrantes choques con la realidad.
Ese
primer domingo de octubre las conocieron. Una era rubia y pizpireta, dueña de
un garbo y sensualidad al caminar que de entrada sedujo a Julián, un agitado estudiante
proveniente de la planicie vallecaucana. Aquella joven tenía una perturbadora
forma de lucir su belleza y no ocultaba el placer de exhibir sus caderas
imprimiéndoles en cada paso una atrayente vibración.
-
¡Debe ser calentana como yo! -exclamó al verla y tomarla para sí, como si
la escogencia fuera un atributo de quien primero hablara. Al final de la tarde
ya sabía que su “novia” se llamaba Eneyda y efectivamente era proveniente del
Patía, aunque era un tanto presuntuosa y soberbia al saberse pretendida por
todos.
-
Me gusta la de pelo indio y negro que
tiene un flequillo en la frente -decidió Gentil- Se ve cerrera como la mula de
la finca, ¡Así me encantan! -Y no se equivocó: Gloria era un “hueso duro de
roer” y con los meses lo pondría a arar en los rastrojos de sus celos
implacables y su actitud devoradora.
-
Le dejo la churrosa al que quiera -aseguró
Jessie- La que yo quiero, todavía no aparece.
Sin
embargo, después de la segunda vuelta sus ojos descubrieron asombrados la
deliciosa estampa de una bella mujer de grandes ojos negros y labios
insinuantes que decían todo sin haber pronunciado una sola palabra. Giuseppe fijó
su atención en ella y no quiso hablar más de las decenas de chicas que pasaban
sonriendo y haciendo bromas que llegaban a sus oídos. Estaba seguro de que había
encontrado una pequeña estrella caída del cielo. Y terminaría siéndolo de
alguna manera, porque a más de dulce y tierna tenía una bondad interior que
doblegaba a todos.
Julián,
el más extrovertido, recibió el primer desengaño tras acercarse al grupo e
intentar hablarle un par de veces. Eneyda se le acercó sonriente y le dijo en
tono espontáneo:
-
¿Cómo te llamas?
-
Julián Coronel.
-
Mira Julián, no pierdas el tiempo conmigo.
Estoy enamorada de otro hombre. Así que búscate otra.
Tardó
semanas en recuperar el sentido común extraviado por culpa de la fría y
cortante desfachatez de ella. Pero como era usual, entre más lo despreciaba,
más la seguía deseando mientras babeaba su nombre como un perro agotado de
correr tras su presa. La amaba en silencio, la recordaba en las clases de geografía
y de religión. Ella era su heroína y su sacerdotisa, y, sobre todo, la evocaba
bajo las cobijas sin importarle que lo encontráramos temblando de emoción con
su recuerdo escurriéndose entre los dedos.
Gentil
apenas necesitó escasos segundos para convencer a Gloria de que deseaba ser su
novio. Ella de inmediato decidió corresponderle, pues también le agradaban los
hombres que parecían serios y bien machos.
-
¡Solo te advierto que con las mujeres como
yo no se juega!
-
Ah… ¿Y eso por qué? -le había preguntado
risueño.
-
¡Porque soy de las que mato y como del
muerto!
Y
Gentil, el duro, el guapo del grupo, pese a las balandronadas que decía y a las
presunciones de haber capado más de un ternero en su finca, vivía aterrado
pensando en el día que le correspondiera compartir un momento con su peligrosa
consorte. Jessie y Julián se divertían a costa de él y de las surtidas
explicaciones que daba cuando le preguntaban qué clase de rejo iba a llevar
para el primer encuentro.
Giuseppe
en cambio, tras conocer a Sol como decidió llamarla, disfrutó a plenitud la
distancia que ella estableció como perímetro para acercársele. Le divertían
todas sus actitudes infantiles pues hallaba en ellas un motivo más para
distraerse del odioso silencio en que sobrevivía en el internado de su propio
colegio. Gozaba inventando estrategias para que fuera ella la que terminara
pegándosele, transpirando su timidez y su miedo de animalito de monte, hasta el
punto de que él a duras penas terminaba acariciándole el pelo con respeto y
ocultando las intenciones de abrazarla. Sus labios parecían pétalos de una rosa
jugosa y alegre, por lo que le dijo en su primera entrevista:
-
Me encanta tu boca porque parece una flor
de achira.
Ella
sonrió complacida y nerviosa casi a punto de llorar. Y ese gesto a él le
parecía tan candoroso que le agradeció al cielo no haberla besado nunca, pues
no habría podido soportar el arrepentimiento de haberle mentido a esos benditos
ojos de niña asustada que le recordaba a sus hermanas menores.
Con
el paso de los meses y ante la preocupante depresión que arruinaba la vida de
Julián, Jessie se puso al frente de la estrategia para doblegar la prepotencia y
soberbia con que Eneyda lo seguía menospreciando.
-
¡Te voy a demostrar cómo es que se enamora
a las mujeres! -le aseguró, como si su experiencia en las lides no admitiera
dudas a sus catorce años.
Y
trabajó calladamente durante varios días averiguando a través de Marlene, una
alumna externa que se encargaba de llevar el correo a las internas, cómo era
Eneyda. Qué le agradaba, cómo se comportaba y si era cierto que tenía algún
amante desconocido. En fin, dedicó el tiempo suficiente para acumular tantos
datos de ella, que muy pronto le presentó a su amigo el plan para enfrentarla
como si fuera una de las batallas que él reconstruía a diario en sus lecturas.
-
¿Cuál es?
-
¡Le escribiremos cartas de amor!
-
¿Solo eso? -preguntó su amigo con
escepticismo.
-
Sí. Una mujer solo entiende lo que se le
deja por escrito y se le repite de distintas maneras. Hasta que lo acepta.
-
¿Cómo lo sabes?
-
Lo leí muchas veces. En “El Arte de Vivir”
de André Maurois.
-
¿Y eso qué tiene que ver?
-
Ya lo verás…
Jessie
elaboró un borrador inverosímil, pegando trozos de frases de aquí y de allá.
Unas veces era de libros de biografías donde se encontraban las cartas del
Libertador a Manuelita Sáenz, otras hurgando en un grueso volumen de la Antología
de epístolas que había descubierto, arrancando fragmentos de los magazines
dominicales, de las anécdotas de personajes que lo apasionaban y buscando
obstinadamente en las novelas de la que muy pronto le pareció una pobre
biblioteca. Lo leía en voz alta, corregía frases, palabras disonantes y releía.
Al final, sin embargo, optó por darle gusto a su sentido común y de un tirón
escribió una esquela corta, severa, sublime, conmovedora, que lo dejó
satisfecho.
Cuando
decidieron enviarla, Julián adoptó una conducta diferente. Jessie le exigió que
debía mostrarse pensativo, distante. Mostrando el dolor de la ausencia y el carácter
que él le había impreso en la misiva. Y así permaneció aquella mañana de
domingo, mirando hacia el fondo de la calle, inmóvil, agarrado a la baranda al
final de las gradas que ascendían hasta la oficina de correos.
Habían
pasado apenas cinco días desde el envío, cuando asistieron al parque para
disfrutar la caminata de las internas. Eneyda estaba acompañada de una nueva amiga
que por el momento no parecía trascendente. Caminaba silenciosa, seria, altiva,
talvez un tanto desconcertada. Las risas que la identificaban habían
desaparecido y a duras penas le dirigió a Julián un gesto tímido que para él se
convirtió en una caricia. Jessie desde su posición le impuso que no sonriera.
-
¡Si lo haces creerá que eres un idiota!
Mientras
tanto, él los observaba con la perspicacia con que años después escudriñaría en
el alma de sus personajes, feliz en su interior, porque intuía que ¡algo en ese
comportamiento estaba relacionado con aquella carta que él había escrito a
nombre de Julián!
-
“Anhelo el momento en que saltarás por
encima de convencionalismos y te abrazarás a mi cuello para que cantemos juntos
tus canciones de amor. Pero los sueños contigo pareciera que tan solo fueran
eso, sueños, mi querida y traviesa muchacha. Aún no me atrevo a buscar otra
barca para cargar mis ilusiones. Tú no conoces nada de lo que es la vida. Tú no
sabes querer. Lo sé. Aún no te han herido en el alma. Cuando lo sientas,
entonces comprenderás lo que es. “Querer es cantar y llorar de alegría y por
una falsía sentarse a sufrir”, como dice un poeta de estos tiempos -había
escrito, temeroso de que pudiera reconocer la letra del bolero en que estaba
inspirada la declaración de amor.
El
intuía la tempestad que se había desencadenado en Eneyda. Lo presentía. Y entre
las expresiones almibaradas que rezumaban las cartas de Bolívar, de
Chateubriand, de Oscar Wilde, se decidió por el romanticismo popular que
emanaba de las tonadas de barriada. Esas son las que ella sabe de memoria,
pensaba. Y así era.
Quince
días después Julián recibió una esquela simple, escrita aprisa, en una página
de cuaderno que se había doblado hasta convertirla en un diminuto paquete que
recibió de manos de Marlene. Agitado con la respuesta, la llevó hasta el grupo
y se la entregó a Jessie quien la abrió con solemnidad y leyó despacio, palabra
por palabra como construyendo él mismo las frases que aparecían dispersas en el
papel.
-
“Apreciado Julián: Yo sí sé lo que es la
vida. Pero me molesta estar en boca de todo el mundo. E”.
Al
final aparecía dibujado un pequeño corazón entrelazado con otro. Y Julián
sintió que eso significaba que seguía amando a otro.
-
¡Nada de eso! Simplemente está definiendo
las reglas. Entiéndelo así. Te está insinuando: Vamos a jugar, pero sin
problemas. No quiero que me ensucies la ropa. ¿Ves cómo es? -estableció Jessie
y en eso coincidieron el resto de amigos- ¡Está fijando límites!
-
¿Y qué sigue?
-
Lo que afirmamos en el primer párrafo de
la carta anterior. ¿Te acuerdas? “Quiero que me quieras. Quiero que comprendas
lo que estoy sintiendo. Me bastará con saberlo para ser intensamente feliz”. En
otras palabras: te está diciendo que sí, pero desea que todo sea secreto entre
tú y ella. Y en eso hay que darle gusto, así no lo cumpla ella ni tú tampoco.
-
¡Uy, hermano… ahora esto sí se puso bueno!
-
¡Respóndele! Dile que estás de acuerdo y
comienza a decirle cosas.
-
Bien.
Dos
días después Julián no había sido capaz de crear nada y recurría a Jessie para
que lo salvara. Este escribió lo que le pareció indicado y simplemente le pidió
que lo enviara. Decía:
-
“Leí y releí tu breve mensaje, pero aún no
sé si debo alegrarme y sonreírle a la vida u olvidarme para siempre de que
existes. Yo soy solo un hombre. Es cierto que te amo. Pero debes aprender a
respetarme. A los hombres no se les fija ese tipo de condiciones que ponen en
entredicho su honor. Cordialmente, J.”
Julián
se aterrorizó. Enviar esa nota equivalía a tirar todo a la hoguera. Pero
Giuseppe fue inflexible.
-
Si te muestras débil desde el comienzo,
terminarás sacándole la bacinilla al patio y haciéndole los mandados. Ahora
eres tú quien marca terreno. Como los perros. ¿De acuerdo?
-
Bueno… ¡es que yo no sabía que tener novia
era tan complicado!
-
Es el sistema, Julián. Ese es el problema -filosofó
su amigo.
Y
la carta se fue en esos términos.
Casi
de inmediato Eneyda se disculpó por no saber qué era lo que había escrito, pero
agregando que estaba loca por verlo y sentirlo más cerca. ¡Julián quería trepar
por las paredes de la felicidad! No podía creer que las mujeres tuvieran tal
capacidad de trastornarlo todo ni cómo Jessie conocía la partitura para
interpretarlas.
Fue la primera
oportunidad en que el grupo de amigos celebró esa respuesta como una gran
conquista, verdaderamente digna de llamarse así.
0 comentarios:
Publicar un comentario