sábado, 18 de abril de 2009 0 comentarios

LAS BATALLAS SE GANARON DESDE EL AIRE


“El hombre al perder su libertad, pierde su espíritu” (Homero)

En los primeros ochenta años de vida republicana, entre 1.819 y 1.899, Colombia sobrevivió a cuatro constituciones, tres golpes de estado y diecisiete guerras civiles, algunas regionales como “la guerra de los Supremos” que duró varias décadas y otras nacionales, como la que condujo hasta el poder al General Tomás Cipriano de Mosquera en 1.861 o la que terminó con la constitución de 1.863 y que en pleno Palacio de San Carlos, llevó a decir al presidente Núñez desde los balcones, después de la batalla de La Humareda, en 1.885: ¡”La constitución de 1.863 ha muerto!” E impuso la gran constitución de 1.886 que unificó al país a lo largo de más de 100 años. En el siglo XIX se peleaba todo el día y se descansaba en la noche, escribió un historiador de la época.

¡No bien había comenzado el siglo XX y nosotros ya llevábamos un año de una nueva guerra civil que duraría 1.000 días! Y en medio de esa inconciencia fratricida se perdió Panamá en 1.903, herida sin cicatrizar aún, por la cual empezamos a comprender que las armas de la república deberían tener un solo, legítimo e insobornable dueño: ¡el ejército nacional! Ahí radica la trascendencia de su fuerza histórica: mantener unida a la nación por la fuerza de la dignidad, más que por el poder de la fuerza.

A lo largo de la segunda mitad del siglo pasado, hemos vivido bajo esa aureola de pueblo indomable, sometido al fuego de la guerra: la violencia ínter partidista entre 1.930 y finales de 1.960; La guerra de guerrillas desde comienzos de los setenta hasta ahora y en medio de esa demencial y desgraciada situación, aparecen los bastardos más perversos del conflicto: paramilitarismo y narcotráfico.

Sin embargo, ¿habríamos alcanzado el punto de quiebre actual entre la desilusión y la esperanza, si no se hubiese cambiado el escenario estratégico del conflicto? ¿En donde radica el progresivo debilitamiento de la subversión y el agotamiento cada vez mayor del combustible que lo sostiene, como son los dólares de los narcóticos? La respuesta es una sola: decisión política inflexible e inequívoca de combatir y cambiar el escenario del conflicto.

La historia ha demostrado que a Napoleón Bonaparte y a Hitler no los derrotó Rusia sino el “General invierno”. A las FARC, M19, ADO, Quintín Lame, EPL, Corriente de Renovación, y todas las fuerzas combinadas del paramilitarismo y narcotráfico las fue aislando, debilitando, minando y consumiendo “la decisión nacional de derrotar el miedo a terminar la guerra”, la inteligencia convertida en la más poderosa arma existente en el conflicto y el increíble desarrollo alcanzado en el nuevo escenario de la guerra: ¡el aire!

Un ejército capacitado para efectuar rápidos despliegues operacionales, sin importar hora, lugar, distancias, compuesto por entrenados y altamente calificados soldados que integran batallones dirigidos por generales en traje de fatiga como el FUDRA, desarrolló en la última década operaciones más contundentes y proporcionalmente más gigantescas que las batallas del pasado siglo. La operación aerotransportada efectuada por el ejército para la recuperación de Mitú, la “Operación Fénix” del 1 de marzo de 2.008 en la cual se dio de baja al 2º comandante de las FARC, la Operación Jaque, que llevó a nuestra fuerza a dimensiones inimaginadas, llevó a decir a un ilustre vecino que nos creíamos “el Israel de Suramérica”. ¡Ojalá lo fuéramos!, ya que el ejército de ese pequeño país conformado por 300.000 efectivos, ha derrotado cinco veces ejércitos que suman más de tres millones de soldados, sin entrar a calificar las razones de dicho conflicto.

Nadie ama la guerra. Ni siquiera el Genio de América, Simón Bolívar quien vivió entre el delirio y la epopeya se atrevió a justificarla. Una tarde de agosto de 1.980 visité Ciudad Bolívar, la antigua Angostura, pequeña villa de aire colonial español construida al otro lado del majestuoso puente sobre el Río Orinoco. Cuando recorría sus corredores, construidos en ladrillos brillantes como de arte mudéjar, encontré grabados en sus muros la respuesta a los interrogantes que hoy nos hacemos sobre las armas y la guerra. La voz del Libertador resonaba en mi corazón con estruendos de tambores y trompetas de combate:

- “¡Un pueblo ignorante y vicioso es un instrumento ciego de su propia destrucción!”.

Más adelante estaba escrito en su cursiva letra construida sobre pergaminos amarillentos:

- “¡La libertad –dice Russeau- es un alimento suculento pero de difícil digestión!”

Hoy, cualquier colombiano del montón respira aliviado cuando ve pasar un MI 17, se siente confiado cuando oye de los contundentes golpes que consiguen los Black Hawk UH60 , lee sobre las operaciones que cumplen los viejos DC3 convertidos en modernos aviones “fantasmas” o los nuevos supertucanos 29 A.
Pero esa tranquilidad es mucho más valiosa cuando se confirma que el ejército conserva el altísimo grado de credibilidad y respeto que lo mantiene al primer lugar de las instituciones más queridas por los colombianos.
 
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