martes, 7 de marzo de 2017 0 comentarios

Almaguer: el sitio donde encontré a Dios

ALMAGUER: EL SITIO DONDE ENCONTRÉ A DIOS.

Por: José Ramón Burgos Mosquera


Este es el recuerdo de los días en que balbuceaba en la contemplación del silencio sobre las rocas húmedas y tapizadas de centenarios líquenes en el páramo de Almaguer... Atraído por la fuerza desconocida de la montaña, había encallado allí en el verano del setenta y cinco del pasado siglo y hurgaba como un náufrago tras el yelmo oxidado y las  adargas  perdidas por Sebastián de Belalcazar y uno de sus escuderos, don Pedro de Añasco, organizador de aquel fundo inhóspito, entre bosques de montaña virgen y rocas sometidas al fragoroso escalpelo del tiempo. Inhóspito, agreste, salvaje, con territorios de roca bituminosa que contenían un secreto que permaneció oculto por siglos a la curiosidad humana: esmeraldas. Las lajas cortantes y los abismos abiertos no fueron suficiente razón para detener la orgía idolátrica de las piedras con que adornaron custodias sagradas y escotes prohibidos.

“- Almaguer, -confesó con nostalgia- tiene una historia aparte. Bella y cruel. Ojalá sobreviva para contarla”.

Comenzaba entonces el largo peregrinar de médico de provincia lleno de ese entusiasmo bárbaro de cosacos con que se emergía de la universidad, dispuesto a autenticar con su propia sangre  el sentido de los sueños. Traía la convicción profunda de que todo era posible y en lo más recóndito de la conciencia, vivía flotando una obsesión real por darle rienda suelta al indómito huracán de misterios que habían permanecido dormidos.

Así llegó aquella noche helada de tormentas e incertidumbre. Repitió como,” jamás podría olvidarla”, porque llenó de luz   y certeza su astillada esperanza de que Dios existiera.

Corría noviembre, mes de brujas y encantos, y llovía y llovía monótona, fría e incansablemente entre la niebla insomne, entresacada de los cuadros de Augusto Rivera. San Juan de Almaguer era entonces el vívido reflejo de un sueño heroico del pasado, que flotaba como una paloma en vuelo sobre lo más alto de la cordillera en el Macizo Colombiano. De sus montañas ariscas brotaban cobrizos campesinos  e  indígenas taciturnos y enigmáticos, envueltos en una túnica de soledad sin nombre que los guardaba de cinco siglos, desde la dolorosa tormenta del encuentro con la certeza de haber perdido la libertad. La libertad y las gemas, por supuesto. No de otra forma se explica pobreza más inmensa que aquella.

En medio de la borrasca, irrumpió un torrente de campesinos, escurriendo  agua a borbotones. Traían un niño de diez años al que cargaban en una especie de parihuela, confeccionada con guaduas y amarrada con bejucos. El niño mantenía una terrosa palidez, debida a un sangrado desencadenado por una herida que se había infligido en el abdomen, al resbalar por la ladera donde había salido a cortar pasto; en su rostro tallado a mano por la dureza de la tierra, no sobrevivía ni el mínimo asomo de dolor o miedo ante la incertidumbre.

En el centro de salud todo se convirtió en caos. No había transporte desde hacía más de una semana por los incontables derrumbes que obstruían la única salida del pueblo; la ciudad más cercana estaba a ocho horas de camino en condiciones normales, y en el pequeño centro, solo existía una incómoda cama ginecológica y un consultorio con total falta de elementos para efectuar una verdadera cirugía. No había salida posible en tales circunstancias: o se intentaba salvarle la vida o se asistiría impotentes a su muerte segura.

“- No contábamos con equipo de anestesia, ni antibióticos, ni oxigeno, ni instrumental para intentar operarlo, excepción hecha de las pinzas de sutura con que atendíamos los heridos de rutina”- recuerda con dolor. No había sala estéril. Solo existía una pequeña olla que vaporizaba y le hacía fieros a las bacterias.

Rebujó aquellas duras horas de soledad y amargura y vuelve a sentir el fuego de aquel átomo de certeza, aquella astilla de fe que le permitió asumir con éxito una decisión demente. Fueron varias horas improvisando el débil tejido de la vida, orando en silencio mientras se pugnaba por reconstruir los hilos de aquella núbil existencia…. Inyectándole pequeñas dosis de ketamina, un anestésico cuyo único frasco era el amuleto sustraído como testigo del paso por la sala de cirugía del hospital San José, finalmente se logró por la fuerza de la fuerza, mantener el contenido visceral del abdomen en su sitio.

“- Cerramos las hendijas abiertas en sus órganos, enjuagamos y reconstruimos a medias el brillo de sus bienes ocultos, nos dejamos guiar en el laberinto por un soplo de clarividencia que emanaba del cuerpo exánime, hasta el final...  “Después, como flotando tras un viaje sin retorno hasta lo inescrutable, salimos al corredor que unía el dormitorio del médico, convertido por la fuerza en sala de cirugía, hasta el salón de espera del centro de salud. Tras una cortina de lluvia, una hilera  de espermas encendidas en manos de todo un pueblo nos señaló la bruma de un nuevo amanecer. El golpe del agua en las calles empedradas parecía un camino nuevo hacia la sonrisa de Dios. Descubrirlo así, de repente, me causó una alegría indescriptible. Sobre todo, saber que permanecía allí, dispuesto a confortarme desde la cercana esquina de mi corazón”- Fue así su poético encuentro con Dios.


“- Sobrevivir incólumes a angustias indelebles como aquella te va acercando lenta pero inexorablemente a Dios.  Más que una sensación de compañía que sobrevivía dentro de mí , su omnipresencia se fue adueñando de todos los imposibles que recurrían en la existencia, hasta convencerme que imposible era tan solo lo que aún no había sido posible. Y su presencia se convirtió en una convicción profunda, no obstante la mediocre tibieza en que anidaba mi fe. A la espera de lo que habría de llegar…”- Y llegó.

(Tomado del libro "Aquellos días difíciles", próximo a editarse).
0 comentarios

La niña del osito de felpa





Por José Ramón Burgos Mosquera

El cautiverio cercena la libertad pero libera la imaginación a niveles insospechados. Como un martillo golpeando en las sienes convertidas en yunque, en ese ajado libro hallé además páginas tristes, como la noche en que encontró La niña del osito de felpa”: ... Hela aquí.

 “Fueron tantas ilusiones fortuitas, tal la cascada de risas y gemidos, que al hacer las cuentas no sabía con exactitud cuanto había recibido frente a lo poco que había entregado. Las mujeres habían sustraído lo mejor de mis energías cósmicas y las habían gastado a su antojo. Sentía que cuanto di hasta entonces podría equivaler a lo recibido y que estaba a paz y salvo en los negocios de mi espíritu. ¡Pero qué va! Siempre estamos sideralmente distantes de alcanzar el equilibrio perfecto  frente a todos nuestros compañeros de viaje. Siempre. Y hacemos tan poco por devolver parte de cuanto hemos recibido...

Ocurrió una horrible, brumosa, interminable noche de abril, cuando observé una niña pálida, con esa palidez terrosa que produce el hambre.   Sus inmensos ojos negros alumbraban asustados  un rostro fino, cortado con delicadeza a pesar del tizne brumoso de las ojeras evocadoras de una pobreza de espanto. Temblaba toda ella recostada en su cama de la sala de partos de aquel hospital de provincia. Temblaban sus cortas y delgadas piernas como movidas por una  fuerza que no le perteneciera,  y un sudor frío corría por sus manitas decoloradas por el dolor y el esfuerzo de permanecer agarradas a los bordes de la cama. El rizado pelo de ninfeta se obstinaba en tratar de madurarla, pero una voz  frágil y cristalina de  niña fue la encargada de certificar mis sospechas:

-“Tengo doce años” –

En verdad era innecesaria la pregunta, porque cuando le daban descanso las contracciones, su mano derecha secaba el sudor, estrujando un pequeño oso de felpa ennegrecido por las caricias.

-“No quiero que me operen –suplicó sollozante- Aunque me muera, no me vayan a operar, porque yo quiero tener mi hijo por allí mismo”.
     
-“La sublimación del dolor, estigmatizado por el recuerdo de una noche de desamor, me causó una sensación de vacío. El parto fue una odisea inolvidable,  por el coraje con que ese pequeño ser le daba vida a otro más pequeño aún, si bien con el primer llanto del amanecer, le devolvió con creces el aliento de la existencia. Después de exhalar un ronco gemido  de animal de monte, que le inyectó una fuerza inexplicable, solo volvió a hablar para pedir que le mostrara al bebé y luego, con una sonrisa inefable en el rostro sudoroso, soltó suavemente el pequeño osito de felpa adormecido  en su mano, lo dejó caer sin dolor y se durmió como un ángel  agotado por la ternura del amanecer”.

“Por mucho tiempo me devoró un rencor sordo, desconocido e implacable, una rabia malsana contra la mísera mediocridad de las pasiones humanas. La indubitable cobardía con que los hombres disfrazamos nuestra pobre humanidad, hizo astillas el barro cocido de las apariencias y la fuerza insondable del eterno femenino, se me hizo más evidente que nunca”.


 “Afuera, sin importar el escozor que  producían las espinas de una  odorífera buganvilla, un búho daba la bienvenida a una alegre noche de cacería”.

(Tomado del libro "Aquellos días difíciles", próximo a editarse).
miércoles, 1 de marzo de 2017 0 comentarios
                                          LA PRIMERA VEZ



Por: José Ramón Burgos Mosquera.





Hace pocas horas regresé de una corta visita a Popayán. Permanece estática, como la dejó su bardo desde el pasado siglo. Recorrer a pie los sitios emblemáticos de siempre y encontrarse una vez más con aquellos personajes a quienes el tiempo respeta de manera inexplicable termina por remover las ruinas que uno creía sepultadas por la distimia del tiempo y cubiertas por el polvo del olvido. Revisé con un poco de pudor los refundidos folios de unos apuntes autobiográficos que denominé "Aquellos días difíciles" y he aquí lo que he encontrado:

-“Si es cierto que te casas, prefiero morirme”-


Su voz llegó lejana, sumergida en un mar de incertidumbre aquel amanecer del 7 de diciembre, mientras yo, estrujando la almohada con el teléfono, no sabía  si las palabras eran el último rescoldo de un mal sueño  o el preludio de una  culpa sin nombre, que habría de perseguirme por el resto de la vida.

- “Acabo de leerlo en el periódico”-  me dijo irritada, con ganas de llorar.

-“Todo nos llega tarde…Hasta la muerte!”- recité suspirando en la penumbra de aquel despertar insólito, sin medir las consecuencias de aquella evocación sombría, en alguien cuya sensibilidad flotaba en la flor de la piel.

 Hubo un silencio seco. Un momento eterno, sin entrañas ni consuelo, que no solo alcanzó para revolver el amasijo de recuerdos de cuanto habíamos construido el uno para deslumbrar al otro, lo inolvidable de cuanto habíamos podido hacer y no fuimos capaces de lograr, sino que permitió en el tráfago de la añoranza descubrir que aquello no era el final del sueño de un hombre que propicia el suicidio de un amor imposible, sino el costo impagable de una  amarga realidad al final de un desdén.

-“Escribe una carta antes de matarte”- dije recogiendo los pasos  y completamente despierto.  –“Cuéntale al mundo las verdades a medias que siempre me dijiste” –agregué, sin lograr evitar el aliento de un despecho insano  que revestía de ironía  la confusa gravedad de su amenaza latente.

-“Repite una vez más  el mensaje de tus dedicatorias, las mentiras piadosas de tu diario, tus cartas, tus poemas, porque a pesar de todo creo que no eran tan solo un ejercicio literario sino que en verdad me amabas. Que como no tuviste el valor de  renunciar a cuanto tienes ahora, tu decisión fue huir del amor que te ofrecí. Será el comienzo de una novela increíble. Ambos  seremos los protagonistas de un hecho cierto de la vida, que acabamos conscientemente convirtiéndolo en una tragedia” –argumenté, presagiando lo peor.

No  dijo una palabra más. Su voz ronca de fumadora empedernida, cálida y sensual  me había sonado frágil  y deformada por la ventisca del abandono. No guardaba ni el más mínimo parecido con  aquella flauta mágica cuyos efluvios se deslizaban en la madrugada por mi piel con frescura de ola y  caricia de mujer.

Aún con el teléfono en la mano, rebujé sin compasión  en las raíces  de ésta sensación de hastío que me había dejado la conversación con Miriam y entonces volví a escuchar la voz inquietante y curiosa de aquel  viernes fragoroso de abril, dos años antes. El hospital universitario hervía entre el opresivo peregrinar de militares lacerados, periodistas incisivos   y familiares angustiados que se metían por cualquier resquicio en busca de noticias  frente a una  catástrofe nueva que había causado incontables víctimas. Yo era entonces  estudiante de medicina y en  mis horas libres trabajaba como asistente  del banco de sangre durante noches interminables y festivas de espanto, que me mantenían asido al timonel de un barco sin retorno. Vivía en un pequeño refugio adjunto donde  estudiaba entre los estragos de mis noches de guardia y cada amanecer de insomnio. Y seguramente la vida habría tomado otro curso si todo no hubiese seguido su rumbo de entonces. Pero, irrumpió  así, sin  pensar en qué pensaba, sin ninguna consideración por todo lo que sucedió después.

-“¿Qué se necesita para donar sangre?” –inquirió indecisa.

_”Querer salvar una vida” –respondí a las volandas, mientras atendía la fila de donantes frente a la recepción.  Luego le expliqué rápidamente qué antecedentes lo impedirían, a excepción de la edad.

-“Usted anda en los veintiocho, luego  no tiene problemas. Véngase”- dije animándola a dar el paso.

-“Treinta y uno –corrigió- y tres hijos de ocho, cinco y tres años”-.
  
Eso fue todo. Pero fue el comienzo de una locura que a los veinte años  de entonces me llevó a descifrar el jeroglífico del pasado para meterme de lleno en los misterios del porvenir.

 Hoy puedo contarlo sin sonrojos: ni siquiera era joven, ni siquiera era hermosa, ni siquiera era pudiente, ni siquiera era libre y lo que es peor, aquella primera vez ni siquiera fue capaz de ir hasta el hospital como donante. Solo al amanecer volvió a llamar  y descubrí en su voz el primer atisbo de  un peregrinar de noctámbulos y una extraña pero indeleble afición a la soledad. Hablamos de todo y de nada, en una mutua búsqueda de lugares comunes, sin pensar en nada, sin insinuar nada, en una perfecta convicción  de que seríamos amigos eternos cuando pudiéramos conocernos. Por cerca de dos años seguimos hablando sin descanso, salvando cada vez con menos dificultad los prejuicios que nos separaban, construyendo con las hojas secas del verano un cálido nido  para el siguiente invierno, en un juego de aves soñadoras  y temerarias dispuestas a arriesgarlo todo por el placer de no hacer nada,  para dejar de sentir lo que en verdad se siente y después el final.

Han pasado treinta años, el mundo sigue igual y lo único nuevo es que ahora el reflejo que me devuelve la pantalla,  muestra dos profundas arrugas verticales  que me vienen de aquellos tiempos, cuando me sentía el único dueño del mundo y  ni siquiera de éste mundo sino de cualquier mundo. De regreso, he vuelto a escuchar  sus pequeños gorjeos de encanto ante la lluvia persistente de las palabras que pronunciaba  cada noche, tratando de convencerla de que se arriesgara a un encuentro verdadero.

 No obstante, durante seis meses, solo le daba largas vueltas al ovillo de una cuidada estrategia para tenerme en vilo. Pese a todo, a sus prejuicios puestos en entredicho tras cada libídine  encuentro de parlantes insomnes, “pese a mi mal disimulado inquieto pesimismo” como escribió entonces, terminó dejando una refrescante estela  de interrogantes por resolver, ansias por dilucidar y retos por cumplir, que terminaron haciendo imposible rehuir por más tiempo aquella colisión de románticos insaciables.

Conocerla fue peor que cualquier desastre imaginable….. Ni siquiera era bella, ni siquiera se elevaba al cielo como una nube y una nube con nalgas como lo exigía Vinicius di Morais, ni siquiera era rica y orgullosa como se imponía para las amantes de los estudiantes sin fortuna, ni siquiera era culta…. Nada adornaba su rostro común de oficinista sin ambiciones, excepto un levísimo temblor en el labio inferior  húmedo y  fresco; los ojos siempre escondidos tras unos lentes oscuros,  no decían nada, nada de nada…. Sin embargo…  y esto era lo verdaderamente insólito, pese a que de aquella cabeza mediana pendía unos brazos siempre cubiertos, siempre cansados y un cuerpo menudo con liviandad de brisa, la capacidad de transformarse en un arroyo de ensueño,  obedecía al conjuro de su voz. Cuando hablaba, nada parecía importar. Nada importaba más que su voz sedosa y grave llena de alegres subterfugios de la inteligencia  y por supuesto que después de escucharla se terminaba siendo víctima de su implacable encanto y seducción.

El embrujo de una mujer cualquiera, consiste en no dar tiempo a los prejuicios, sino en imponer la dictadura de su inteligencia. Allí sobrevive el encanto de las feas.

Dos años duró aquel juego peligroso de desastres  inevitables, siempre latentes y  siempre insondables,  y que sin embargo  fue rompiendo alegremente  cualquier cauto sentido de previsión. Lo peor sucedió aquella primera vez cuando todo transcurrió sin dificultades, cuando costó tan poco conseguir la dócil  tibieza de su conformidad  para asirse de los sueños, cuando volvió añicos su vieja tabla de imposibles y nada le importó.

 Aquella musa paradisíaca había dejado la cáscara tirada en la ventana. Pero en cambio había hollado  lugares inalcanzables en las tardes, cuando me daba a beber la hiel de la duda con su mirada frágil, sus manos distantes, la boca esquiva, la palabra lejana.

-“El silencio no necesita palabras”- imponía fríamente condescendiente

Y yo sabía que ahí donde terminaban las palabras comenzaba la música y me envolvía en la capa dorada de antaño  para volar sin tiempo y sin medida hasta cuando el hastío ponía términos a la soledad.

Fue entonces cuando apareciste tú. Con tu arpegio te fuiste haciendo dueña del tiempo perdido y un nuevo sentido  se fue imponiendo en mis silencios.

Para Miriam, estas dudas ocultas le devanaban la razón y las convertía en una cara nueva del amor  que tan recientemente se negaba a darle ingreso. Ella iba hacia la rosa cuando yo regresaba de la espina, y ni siquiera entonces fuimos conscientes de que todo había terminado cuando en verdad, apenas comenzaba.

Desde entonces, guardo con algo de pudor y mucho de escepticismo, los estremecimientos que resquebrajan  la piel de este viejo barco de guerra, cuya búsqueda de una dársena  donde carenar por siempre,  le ayuda a sobrevivir.

-“Quince años después  me encontré frente a frente con la realidad viva  de la viva realidad…. Una tarde lluviosa de diciembre  sentí el hielo de una dura mirada protegida por la cómplice oscuridad de unos lentes, hurgando  impasibles dentro de mí  con  la ansiedad de un náufrago. Mientras el viejo ascensor gemía, sus ojos indescifrables se empeñaban en encontrar los míos, hasta lograrlo al llegar a la última estación. Allí estaban aquellos ojos color miel de los que tantas veces permanecí cautivo. Querían hablar, pero queriendo hablar no hablaban…


 Fue así como intuimos, muy a nuestro pesar, que volver a encontrarnos no guardaba nada gratificante, nada nuevo. Y entonces, con un dolor preservado en lo más hondo de mí, volví a descubrir que…. ni siquiera era hermosa, ni siquiera reía, ni siquiera había sido fiel a su promesa de cultivar su encanto. El sepia de sus labios permanecía incólume como huella indeleble del yugo eterno de sus cigarros, el sello de la madurez surcaba implacable la frente, las sienes, el otrora victorioso arco de los ojos…. pero al menos esto mismo, le había permitido sobrevivir a sus amenazas de antaño.  Así que cortésmente,  con un leve movimiento de cabeza, cerré por siempre el diálogo que una vez comenzamos”-

Está escrito. A Popayán no se va. Se vuelve.

 
;