lunes, 21 de abril de 2008

La secreta historia de Aleja Reyes


Bajo un sol alucinante que centellea a lo largo del hilo asfáltico uno encuentra la vieja casona de Aleja Reyes en un recodo de paz a mitad de camino entre Jamundí y las colinas de Robles. Es verdaderamente refrescante la sensación de percibir como logra sobrevivir el tiempo sin transcurso y los recuerdos de una maravillosa mujer de campo, de aquellas con el aire absorto de las mujeres de antaño y la humildad altiva de quien aprendió a descascarar las nueces de la vida.

En su anecdotario guarda con placer los alijos de lo cotidiano bajo una sonrisa exenta de prejuicios:
-“A uno de nuestros clientes, las muchachas lo llaman “el dietético” –recordó con humor libre de sarcasmos- porque como sabe que aquí vendemos sancocho de gallina, trae en bolsas de plástico perniles de pollo. Entra hasta la cocina y pide que le preparemos su plato, pero eso sí insiste con la yuca, el plátano y el caldo con que se prepara el resto de la comida! Yo no sé si así le sirva la dieta –agrega riendo- pero aquí le damos gusto y siempre vuelve!”

Observo sus manos callosas que resuman cierta nostalgia de jazz y cantos negros.
-“Aquí es como la casa de todos –señala feliz- y por supuesto que sucede de todo. Como en cualquier parte… una vez fue el hombre que llegó con una señorita muy distinguida y de pronto:¡tomó su rabadilla y se fue corriendo finca adentro! Yo le pregunté a las muchachas, bueno, y qué fue que pasó? Pues que había llegado la esposa y otros familiares a almorzar! ¡Imagínese!”. Su risa es sincera y brillante como la chispa de sus ojos.

-“En otra oportunidad llegaron dos señoras muy encopetadas en un Renault 4. Una de ellas hizo un comentario no muy amable sobre el comedor…No…que esto es como ir a comer al Cottolengo…Bueno, en fin…-refiriéndose al rústico de sus mesas y bancas de madera que fortalecen el sabor a fonda campesina del restaurante- y da la casualidad que cuando ya se iban, se aparece Norberto (el famoso estilista capitalino) en su reluciente Mercedes Benz gritando como siempre:
-“Aleja, mija…ya llegamos!! ¿Qué hay para comer?”- Nooo pues…todos soltamos la carcajada ante la cara que pusieron las señoras del cuento!”

Aleja habla imperturbable de los acontecimientos más insólitos con una tímida confianza depositada en mi discreción, sobre hechos que anidan hace cuarenta años en su memoria. Tras los lentes que no le han impedido ver la otra cara de la existencia, esconde una aguda filosofía sobre las bondades de la vida:
-“Mi Diosito es demasiado bueno!” –dice como razonando para sí-

Su conversación tiene el mismo encanto y el sabor legendario de sus sancochos, porque en ella se confunde la fantasía de la realidad con el mágico devenir de la vida diaria. Bajo la sombra de árboles gigantescos donde sobrevive la quimera de unos cuantos azulejos, vive desgranando los días con una fruición y una placidez sin límites, quizá porque con el paso de los años uno termina dándose cuenta que el enigma más profundo que llevamos con nosotros termina siendo de la sencillez más diáfana:
-“El secreto de la felicidad no está en hacer lo que se quiere, sino en amar lo que se hace!”

Políticos brillantes como Cornelio Reyes y Balcázar Monzón, Carlos Colmes Trujillo y Rodrigo Lloreda, Raúl Orejuela Bueno y Carlos Holguín Sardi, han coincidido en el restaurante de Aleja Reyes porque seguramente es uno de esos rincones donde la soledad y el silencio no demandan palabras o se puede hurgar en los recovecos del sentido común para recomenzar de nuevo. Periodistas y locutores, artistas y orates de cuello blanco han sucumbido al sortilegio del cimarrón y el humillo de cielo que emana el “sancocho de astilla” de Jamundí.

Artistas de paso por el Valle, deportistas de fama y personajes de renombre han hecho “cola” después de una tarde de toros, para pedir mollejas o patas de “adelanto”, mientras maduran la almendra de un guayabo liberado del complejo de culpa.




Por todo ello Aleja Reyes rebruja con deleite en el pasado y vuelve las páginas de la memoria como si paladeara el bouquet de un vino de conserva.
-“Hace años, cuando apenas estaban pensando en construir la represa de La Salvajina, vinieron unos japoneses a almorzar. Y lo que les llamó la atención fue el palo de totumo del patio. Le tomaban fotos por toda parte y se retrataban entre ellos. Yo en la cocina rezaba para que no les fuera a caer un totumo en la cabeza, ya que ese palo es de los más chistoso!!
Una vez un señor dejó un radio transistor sobre el capó de un carro. Le cayó un totumo encima, dañó el radio y hasta hundió el capó. ¡Imagines lo que yo sufrí con los Japoneses!” De ahí que los fines de semana mi esposo se mantiene al corte para que los visitantes no cuadren los carros debajo del bendito totumo!!”

(Publicado en “OCCIDENTE” el 20.03.2007)

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