miércoles, 1 de octubre de 2008

Hubo una vez un comandante en "Tres esquinas" (Fragmento)

Y fue por aquellos días sórdidos, interminables, durante uno de los intentos por borrarlo de la contienda cuando el ejército bombardeó una serie de campamentos levantados a lo largo de la cadena montañosa en la vertiente oriental de la cordillera que enlazaba con las selvas profundas del Guaviare. Era uno más de los sempiternos ataques a los cuales era sometido por la fuerza aérea en cumplimiento del decálogo de represalias que ordenaban las multinacionales del petróleo, a las cuales de cuando en vez irritados milicianos de la guerrilla volaban tramos de los oleoductos por los cuales se desangraba incontenible la riqueza de las selvas orientales. En medio de la natural confusión que desató la intensidad y precisión con que eran bombardeados, una providencial tempestad cerró la visibilidad para los atacantes haciéndoles imposible terminar su trabajo. Solo entonces pudieron ser atendidos los heridos y sepultados quienes no alcanzaron a protegerse en los refugios antiaéreos. Para Villa era el indicio presentido, y ciertamente advertido de que en cuestión de horas estarían cercándolo tropas de asalto para terminar el trabajo que había iniciado la aviación. Así lo comunicó a algunos visitantes que pernoctaban en el campamento mientras discutían propuestas de paz a nombre de organizaciones nacionales e internacionales, antes de despedirlos e iniciar el traslado hacia otros refugios más seguros.

Aquel incidente, sin embargo, estuvo rodeado de una dramática e inusual circunstancia, ya que el hijo de una guerrillera recibió múltiples heridas y quemaduras en el cuerpo. El brazo izquierdo estaba fracturado en varias partes y en la espalda, las quemaduras le habían arrancado jirones de la piel salpicados de tierra y cenizas. Sebastián, sin ocultar la ira que apenas lograba disimular la frustración se acercó dispuesto a ayudar, mientras las voluntarias y el médico del campamento lo atendían. Al ingresar al improvisado cobertizo que hacía las veces de dispensario, transfigurado por una lividez indescifrable, con un estoicismo nacido desde las entrañas de la tierra que conmovió a todos, el niño le extendió la mano derecha, mirándolo como a un padre. El comandante sonrió para darle ánimo y con una sonrisa que le nacía muy dentro dobló el cuerpo para darle un beso en la frente antes de despedirse, pero el niño levantó su brazo derecho acariciándole la cara, en un acto ingenuo e inexplicable, que causó en Sebastián una oleada de ternura inefable y conmovedora.

La mirada diáfana y penetrante como el agua, hizo estragos en él, limpiándolo por dentro, colmándolo de un silencio incomparable que le llenaba el alma de un aire que desconocía por completo. Tomó la mano del niño para dejarla sobre su cuerpo ensangrentado y sucio, pero él se aferraba con la fuerza y ansiedad de un náufrago, acongojado, aturdido por la incertidumbre y por unos segundos sintió que un prodigio obraba en su interior. El, quien no creía posible que subsistiera fuego sobre su piel porque el amor se le había muerto, que no solo vivía blindándose contra las debilidades del espíritu sino que además le imponía a sus hombres una coraza de escepticismo frente a esos sentimientos famélicos, sintió como el amor que alguna vez perdurara en su corazón a medio tiempo, recobraba la esencia de la verdad en su ser. Una hora después, los anillos de seguridad alertaban sobre el desplazamiento de tropas que ascendían en su búsqueda y comprendió que no podría retrasar más el abandono del campamento. Pero algo más profundo que aún no lograba descifrar se había quebrado en él.

Ese doloroso cuadro lo perseguiría insomne, imperturbable como una sombra, implacable como una condena. Era como el heraldo del juicio que se cernía sobre una conciencia que permaneció escondida. Y era un mensajero que lo obligaba a abrir la puerta de su propio juicio donde tantos seres, cuya vida había segado, reclamaban por su derecho a vivir.

Al iniciar la marcha, un nuevo ser lo poseía. Los fantasmas de los muertos lo acompañaban en silencio, todos, sombríos e irredentos, como una creciente sombra errante y meditabunda, los que acababa de enterrar y los centenares que habían caído bajo el fuego de su metralla y de sus bombas. Los recuerdos se amontonaban en una imperturbable manifestación de dolor ininterrumpido, que solo menguaba cuando volvía la sensación de dulzura y bondad que le había provocado la mano del niño en su rostro. Más que una fuga, era un regreso. Era un insólito reencuentro con el hombre que había sido algún día en el pasado, con aquel niño triste que se paraba frente a la ventana de su casa en las montañas de Génova para ver llover, mientras soñaba con el día en que tuviera motivos para sonreír y jugar como los demás. Era volver a aquellos tiempos en que lo había tenido todo y la misma infernal violencia se lo había arrebatado. Era por toda aquella resaca que rezumaba su alma que sentía esa necesidad de olvido y por la que en las madrugadas, al ordenar la toma de un pueblo, sentía una escabrosa sensación de orgiástico alivio cuando destruía un cuartel de policía o acababa aniquilando hasta el último rescoldo de resistencia de quienes nunca conocerían el desierto que anidaba en su corazón.

Había olvidado cuántas veces había dicho que Dios no existía porque jamás lo sentía latir en su corazón. Y lo anecdótico lo convirtió en un dogma personal que trataba de inculcar en sus hombres como un credo que los blindara contra las veleidades religiosas de la infancia. Aunque sus propias irreverencias y contradicciones afloraban cuando condescendía en que lo detestable de las religiones eran las profundas injusticias que anidaban en el seno de las iglesias:

- “Uno de los primeros revolucionarios fue Jesucristo, quien tuvo la osadía de desconocer todos los mandatos de los sanedrines y conciliábulos de los judíos. Habló un lenguaje igualitario y social muy distinto al que hablan los pastores de la Iglesia, quienes no solo inventaron un concepto esotérico de Dios, sino que terminaron convirtiéndolo en soporte de reyes corrompidos, dictadores despiadados y sirviendo de sostén a las más repugnantes injusticias en veinte siglos. No puedo aceptar que exista un Dios al servicio de los ricos, únicamente. ¿Cómo podría creer en él? Dios no existe. Es un invento. Y además nunca he sentido que viva en mi corazón!”.

Sin embargo una música extraña comenzó a conducirlo, como el paso de una comparsa fascinante que halaba de él sin preguntar siquiera donde iba a llevarlo. Era un estado febril inusitado, una sosegada confusión de sentimientos insólitos, desconocidos, perturbadores, que asilaban en su mente como una constante e incontenible profanación de los dictados con que había vivido. Trataba de aferrarse a los postulados y a la fuerza dialéctica que diariamente compartía con los ideólogos de su entorno, pero simultáneamente una desconcertante confusión lo invadía, apabullándolo, desmadejándolo, haciéndolo presa de un inexplicable y doloroso complejo de culpa que jamás había aflorado en casi cuarenta años de luchas.

El recuerdo del niño acariciándole el rostro reaparecía como una visión seráfica, reviviendo todos sus viejos resquemores y prejuicios frente a las actitudes blandengues que resquebrajaban la dureza del mando, pero esos instantes desaparecían dando paso a las imágenes carbonizadas de las iglesias destruidas, el olor penetrante de los mutilados en combate, las humilladas súplicas de los ajusticiados por sus propias órdenes y el silencio impuesto a las guerrilleras obligadas a abortar. Se aisló en un intento por ocultar el desconcierto que lo invadía, pero la sensación asfixiante que poseía su espíritu se multiplicaba haciéndole intolerable la soledad. Quiso contrarrestar ésta profanación de su libre albedrío, embriagándose, decidido como estaba a recuperar el sentido común, pero ninguna de estas estratagemas era capaz de quitarle el estremecimiento provocado por el desfilar permanente de cadáveres, en una alucinación interminable, que ni siquiera era reproche sino dolor, agonía insufrible y culpa desconocida.

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