jueves, 19 de febrero de 2009

EL HELICOPTERO QUE LLEGO DEL FRIO


La relación de afecto existente entre el pueblo colombiano y el helicóptero, tiene caracteres viscerales, profundos. Difícilmente comparables a la existente en otras naciones que no hayan aprendido a sobrevivir frente a una naturaleza tan exuberante y un relieve indomeñable como el nuestro: selvas impenetrables desde tiempos inmemoriales, sierras y cadenas montañosas donde la mano del hombre apenas ha alcanzado a establecer leve dominio.

Recuerdo en los primeros años de la existencia, la llegada del presidente de la República al norte del departamento del Cauca. Fue a mediados de 1956, cuando arribó a la hacienda de San Fernando, en un helicóptero de reciente incorporación a la Fuerza Aérea. Miles de negros salieron a recibirlo y pese al estupor que produjo el aparato, pudo más la curiosidad colectiva al comprobar que existía un avión que “subía como los cuetes y volaba como los pájaros”. Aún así, la muchachada quedó fascinada con el vehículo en que llegó el Presidente más que por el ilustre personaje.

Sin embargo, un hecho heroico acaecido en el inolvidable verano de 1962, nos creó la conciencia de que el helicóptero estaba llamado a convertirse en el motivo de los sueños para los adolescentes de nuestro tiempo. En el montañero y refundido municipio de Bolívar, en pleno Macizo Colombiano, distante entonces 10 horas en carro desde Popayán por un carreteable hecho como para filmar “el salario del miedo”, se encontraba agonizante el anciano apóstol de la medicina doctor Felipe Castro, venerable y grande por mil merecimientos de una vida ejemplar al servicio de la humanidad. De pronto, dando una inolvidable demostración de coraje y audacia, un arriesgado piloto voló desde la capital del Cauca hasta Bolívar bordeando el cerro oscuro por la neblina que domina el pueblo y aterrizó en la pequeña cancha de futbol al norte de aquellos desfiladeros que circundan al viejo “Trapiche”. En pocos minutos organizaron una especie de camilla atada a los patines de aterrizaje, y el viaje sin retorno pudo llevarse a cabo. Mudos de admiración, quienes fuimos testigos de semejante locura, lo recordamos con profundo orgullo de colombianos. Increíblemente, el corazón del anciano alcanzó a llegar con latidos hasta el hospital universitario.

Muchos años después, un infierno desencadenado por la naturaleza inconforme produjo el desastre de Armero. Y fue la nueva oportunidad de reencontrarnos con la figura solidaria de los helicópteros de rescate de nuestras fuerzas armadas. Nunca fueron más admirados, nunca más bendecidos por millones de seres humanos que observamos conmovidos el épico combate contra el tiempo y las contingencias del desastre.

Lo demás es la epopeya de la nueva era, los recientes helicópteros dotados de sofisticado equipo que permiten efectuar operaciones nocturnas en ésta loca refriega de cuarenta años en que vivimos los colombianos, han demostrado a cada compatriota, desde el centro mismo de la capital hasta el más recóndito recoveco de nuestra geografía arisca, montañosa o selvática, que éste “compañero” está ahí, y en cualquier momento aparece para hacer la diferencia entre la soledad y la esperanza, entre la agonía y el olvido o entre la intimidación y la libertad que nos trajo la guerra, para decir: “aunque no nos vean, siempre estamos ahí” o repetir algo realmente fuera de toda ponderación: JAQUE!

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