martes, 29 de abril de 2014

VISITA AL PALACIO DE VERSALLES: UN MAUSOLEO PARA LA SOBERBIA


Por: José Ramón Burgos Mosquera.

"Después de mí? El diluvio!"  Era uno de los dicterios favoritos del Rey de Francia Luis XIV conocido como el Rey Sol, lanzado contra los seguidores del escritor Saint Simon, quien ante los primeros esbozos de la construcción iniciada por su antecesor Luis XIII, había filosofado diciendo que era "un pequeño castillo de naipes". Y un diluvio de sangre, llegó un siglo después.

El Palacio de Versalles se construyó con el objetivo  de materializar el ego del poder absoluto ejercido por el Rey y sublimado en nombre de Dios, a través de su representante en la tierra: el Papa. Hay tal obsesión de llevar los excesos a dimensiones siderales, que el Palacio albergaba 4000 personas que giraban en torno del centro del poder, mientras en la ciudadela que lo circunda vivían 2700 funcionarios del gobierno de su majestad, en fastuosos edificios de menor jerarquía. Durante cincuenta años, Francia vivió para los caprichos de un Rey que confundió la inmensidad de su soberbia con la grandeza de su pueblo.

 Los mejores arquitectos le dieron forma a sus sueños y miles de trabajad ores dieron su vida llenando a Versalles de lujos, donde las finas extravagancias del poder no hallaron límite alguno. Luis XV completó la obra de su bisabuelo, con igual o mayor derroche, terminando la quinta de sus capillas, un teatro para ópera y el salón de Hércules, porque no bastaban las decenas de salones adornados con los cuadros y estatuas de sus antepasados, las avenidas de fuentes y  mitológicas figuras, ni los cotos de caza, sino que era indispensable encontrar algún resquicio por donde pudiera introducirse un nuevo capricho, un nuevo símbolo para la arrogancia y el poder absoluto.

La Revolución de 1789 no solo arrasó con los privilegios de los soberanos, sino que convirtió el Palacio de Versalles en un mausoleo para  la soberbia, pese a la leyenda que uno de los sobrevivientes a la hecatombe, el Rey Luis Felipe en 1833 ordenó colocar : " A todas las glorias de Francia". Un epitafio para disimular el orgullo herido, ya que quince años después, la monarquía caía herida de muerte en Francia.

Versalles nunca más volvió a ser sede de gobierno. El hielo gris de la guillotina que le aplicaron a Luis XVI y a su consorte la Reina Maria Antonieta, pareciera merodear como un perro prehistórico por los salones de lujuriosa y extravagante belleza. La lección que recibió Francia ha sido bastante bien aprendida por los herederos de la revolución, quienes ahora expenden las réplicas de sus monarcas y hasta el busto de Napoleón por unos cuantos euros, pero se cuidan bien de no imitarlos.

Tres siglos después, la imponente estatua de Luis XIV con espada desenvainada no provoca respeto sino una conmiseración explicable, al observar el tinte verdoso que estilan sus uniformes de gorgueras y botines de guerra. Algo sucede con el mármol de los déspotas cuando los elevan a la dignidad de héroes.


Sin Versalles no hubiéramos podido conocernos mejor, puesto que allí aparece dibujada en todo su esplendor la mísera mediocridad de las peores debilidades humanas y de otra parte, el espíritu gigantesco que nos habita, llenándolo todo con la alegoría creada por el soberbio pincel que logró intuir la gloria del Padre eterno anunciando la venida del Mesías, que está allí, en la bóveda de la  gran capilla palatina, recordándonos la inmensa soledad que acompaña el uso del poder.

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