martes, 7 de marzo de 2017

La niña del osito de felpa





Por José Ramón Burgos Mosquera

El cautiverio cercena la libertad pero libera la imaginación a niveles insospechados. Como un martillo golpeando en las sienes convertidas en yunque, en ese ajado libro hallé además páginas tristes, como la noche en que encontró La niña del osito de felpa”: ... Hela aquí.

 “Fueron tantas ilusiones fortuitas, tal la cascada de risas y gemidos, que al hacer las cuentas no sabía con exactitud cuanto había recibido frente a lo poco que había entregado. Las mujeres habían sustraído lo mejor de mis energías cósmicas y las habían gastado a su antojo. Sentía que cuanto di hasta entonces podría equivaler a lo recibido y que estaba a paz y salvo en los negocios de mi espíritu. ¡Pero qué va! Siempre estamos sideralmente distantes de alcanzar el equilibrio perfecto  frente a todos nuestros compañeros de viaje. Siempre. Y hacemos tan poco por devolver parte de cuanto hemos recibido...

Ocurrió una horrible, brumosa, interminable noche de abril, cuando observé una niña pálida, con esa palidez terrosa que produce el hambre.   Sus inmensos ojos negros alumbraban asustados  un rostro fino, cortado con delicadeza a pesar del tizne brumoso de las ojeras evocadoras de una pobreza de espanto. Temblaba toda ella recostada en su cama de la sala de partos de aquel hospital de provincia. Temblaban sus cortas y delgadas piernas como movidas por una  fuerza que no le perteneciera,  y un sudor frío corría por sus manitas decoloradas por el dolor y el esfuerzo de permanecer agarradas a los bordes de la cama. El rizado pelo de ninfeta se obstinaba en tratar de madurarla, pero una voz  frágil y cristalina de  niña fue la encargada de certificar mis sospechas:

-“Tengo doce años” –

En verdad era innecesaria la pregunta, porque cuando le daban descanso las contracciones, su mano derecha secaba el sudor, estrujando un pequeño oso de felpa ennegrecido por las caricias.

-“No quiero que me operen –suplicó sollozante- Aunque me muera, no me vayan a operar, porque yo quiero tener mi hijo por allí mismo”.
     
-“La sublimación del dolor, estigmatizado por el recuerdo de una noche de desamor, me causó una sensación de vacío. El parto fue una odisea inolvidable,  por el coraje con que ese pequeño ser le daba vida a otro más pequeño aún, si bien con el primer llanto del amanecer, le devolvió con creces el aliento de la existencia. Después de exhalar un ronco gemido  de animal de monte, que le inyectó una fuerza inexplicable, solo volvió a hablar para pedir que le mostrara al bebé y luego, con una sonrisa inefable en el rostro sudoroso, soltó suavemente el pequeño osito de felpa adormecido  en su mano, lo dejó caer sin dolor y se durmió como un ángel  agotado por la ternura del amanecer”.

“Por mucho tiempo me devoró un rencor sordo, desconocido e implacable, una rabia malsana contra la mísera mediocridad de las pasiones humanas. La indubitable cobardía con que los hombres disfrazamos nuestra pobre humanidad, hizo astillas el barro cocido de las apariencias y la fuerza insondable del eterno femenino, se me hizo más evidente que nunca”.


 “Afuera, sin importar el escozor que  producían las espinas de una  odorífera buganvilla, un búho daba la bienvenida a una alegre noche de cacería”.

(Tomado del libro "Aquellos días difíciles", próximo a editarse).

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