miércoles, 1 de marzo de 2017
                                          LA PRIMERA VEZ



Por: José Ramón Burgos Mosquera.





Hace pocas horas regresé de una corta visita a Popayán. Permanece estática, como la dejó su bardo desde el pasado siglo. Recorrer a pie los sitios emblemáticos de siempre y encontrarse una vez más con aquellos personajes a quienes el tiempo respeta de manera inexplicable termina por remover las ruinas que uno creía sepultadas por la distimia del tiempo y cubiertas por el polvo del olvido. Revisé con un poco de pudor los refundidos folios de unos apuntes autobiográficos que denominé "Aquellos días difíciles" y he aquí lo que he encontrado:

-“Si es cierto que te casas, prefiero morirme”-


Su voz llegó lejana, sumergida en un mar de incertidumbre aquel amanecer del 7 de diciembre, mientras yo, estrujando la almohada con el teléfono, no sabía  si las palabras eran el último rescoldo de un mal sueño  o el preludio de una  culpa sin nombre, que habría de perseguirme por el resto de la vida.

- “Acabo de leerlo en el periódico”-  me dijo irritada, con ganas de llorar.

-“Todo nos llega tarde…Hasta la muerte!”- recité suspirando en la penumbra de aquel despertar insólito, sin medir las consecuencias de aquella evocación sombría, en alguien cuya sensibilidad flotaba en la flor de la piel.

 Hubo un silencio seco. Un momento eterno, sin entrañas ni consuelo, que no solo alcanzó para revolver el amasijo de recuerdos de cuanto habíamos construido el uno para deslumbrar al otro, lo inolvidable de cuanto habíamos podido hacer y no fuimos capaces de lograr, sino que permitió en el tráfago de la añoranza descubrir que aquello no era el final del sueño de un hombre que propicia el suicidio de un amor imposible, sino el costo impagable de una  amarga realidad al final de un desdén.

-“Escribe una carta antes de matarte”- dije recogiendo los pasos  y completamente despierto.  –“Cuéntale al mundo las verdades a medias que siempre me dijiste” –agregué, sin lograr evitar el aliento de un despecho insano  que revestía de ironía  la confusa gravedad de su amenaza latente.

-“Repite una vez más  el mensaje de tus dedicatorias, las mentiras piadosas de tu diario, tus cartas, tus poemas, porque a pesar de todo creo que no eran tan solo un ejercicio literario sino que en verdad me amabas. Que como no tuviste el valor de  renunciar a cuanto tienes ahora, tu decisión fue huir del amor que te ofrecí. Será el comienzo de una novela increíble. Ambos  seremos los protagonistas de un hecho cierto de la vida, que acabamos conscientemente convirtiéndolo en una tragedia” –argumenté, presagiando lo peor.

No  dijo una palabra más. Su voz ronca de fumadora empedernida, cálida y sensual  me había sonado frágil  y deformada por la ventisca del abandono. No guardaba ni el más mínimo parecido con  aquella flauta mágica cuyos efluvios se deslizaban en la madrugada por mi piel con frescura de ola y  caricia de mujer.

Aún con el teléfono en la mano, rebujé sin compasión  en las raíces  de ésta sensación de hastío que me había dejado la conversación con Miriam y entonces volví a escuchar la voz inquietante y curiosa de aquel  viernes fragoroso de abril, dos años antes. El hospital universitario hervía entre el opresivo peregrinar de militares lacerados, periodistas incisivos   y familiares angustiados que se metían por cualquier resquicio en busca de noticias  frente a una  catástrofe nueva que había causado incontables víctimas. Yo era entonces  estudiante de medicina y en  mis horas libres trabajaba como asistente  del banco de sangre durante noches interminables y festivas de espanto, que me mantenían asido al timonel de un barco sin retorno. Vivía en un pequeño refugio adjunto donde  estudiaba entre los estragos de mis noches de guardia y cada amanecer de insomnio. Y seguramente la vida habría tomado otro curso si todo no hubiese seguido su rumbo de entonces. Pero, irrumpió  así, sin  pensar en qué pensaba, sin ninguna consideración por todo lo que sucedió después.

-“¿Qué se necesita para donar sangre?” –inquirió indecisa.

_”Querer salvar una vida” –respondí a las volandas, mientras atendía la fila de donantes frente a la recepción.  Luego le expliqué rápidamente qué antecedentes lo impedirían, a excepción de la edad.

-“Usted anda en los veintiocho, luego  no tiene problemas. Véngase”- dije animándola a dar el paso.

-“Treinta y uno –corrigió- y tres hijos de ocho, cinco y tres años”-.
  
Eso fue todo. Pero fue el comienzo de una locura que a los veinte años  de entonces me llevó a descifrar el jeroglífico del pasado para meterme de lleno en los misterios del porvenir.

 Hoy puedo contarlo sin sonrojos: ni siquiera era joven, ni siquiera era hermosa, ni siquiera era pudiente, ni siquiera era libre y lo que es peor, aquella primera vez ni siquiera fue capaz de ir hasta el hospital como donante. Solo al amanecer volvió a llamar  y descubrí en su voz el primer atisbo de  un peregrinar de noctámbulos y una extraña pero indeleble afición a la soledad. Hablamos de todo y de nada, en una mutua búsqueda de lugares comunes, sin pensar en nada, sin insinuar nada, en una perfecta convicción  de que seríamos amigos eternos cuando pudiéramos conocernos. Por cerca de dos años seguimos hablando sin descanso, salvando cada vez con menos dificultad los prejuicios que nos separaban, construyendo con las hojas secas del verano un cálido nido  para el siguiente invierno, en un juego de aves soñadoras  y temerarias dispuestas a arriesgarlo todo por el placer de no hacer nada,  para dejar de sentir lo que en verdad se siente y después el final.

Han pasado treinta años, el mundo sigue igual y lo único nuevo es que ahora el reflejo que me devuelve la pantalla,  muestra dos profundas arrugas verticales  que me vienen de aquellos tiempos, cuando me sentía el único dueño del mundo y  ni siquiera de éste mundo sino de cualquier mundo. De regreso, he vuelto a escuchar  sus pequeños gorjeos de encanto ante la lluvia persistente de las palabras que pronunciaba  cada noche, tratando de convencerla de que se arriesgara a un encuentro verdadero.

 No obstante, durante seis meses, solo le daba largas vueltas al ovillo de una cuidada estrategia para tenerme en vilo. Pese a todo, a sus prejuicios puestos en entredicho tras cada libídine  encuentro de parlantes insomnes, “pese a mi mal disimulado inquieto pesimismo” como escribió entonces, terminó dejando una refrescante estela  de interrogantes por resolver, ansias por dilucidar y retos por cumplir, que terminaron haciendo imposible rehuir por más tiempo aquella colisión de románticos insaciables.

Conocerla fue peor que cualquier desastre imaginable….. Ni siquiera era bella, ni siquiera se elevaba al cielo como una nube y una nube con nalgas como lo exigía Vinicius di Morais, ni siquiera era rica y orgullosa como se imponía para las amantes de los estudiantes sin fortuna, ni siquiera era culta…. Nada adornaba su rostro común de oficinista sin ambiciones, excepto un levísimo temblor en el labio inferior  húmedo y  fresco; los ojos siempre escondidos tras unos lentes oscuros,  no decían nada, nada de nada…. Sin embargo…  y esto era lo verdaderamente insólito, pese a que de aquella cabeza mediana pendía unos brazos siempre cubiertos, siempre cansados y un cuerpo menudo con liviandad de brisa, la capacidad de transformarse en un arroyo de ensueño,  obedecía al conjuro de su voz. Cuando hablaba, nada parecía importar. Nada importaba más que su voz sedosa y grave llena de alegres subterfugios de la inteligencia  y por supuesto que después de escucharla se terminaba siendo víctima de su implacable encanto y seducción.

El embrujo de una mujer cualquiera, consiste en no dar tiempo a los prejuicios, sino en imponer la dictadura de su inteligencia. Allí sobrevive el encanto de las feas.

Dos años duró aquel juego peligroso de desastres  inevitables, siempre latentes y  siempre insondables,  y que sin embargo  fue rompiendo alegremente  cualquier cauto sentido de previsión. Lo peor sucedió aquella primera vez cuando todo transcurrió sin dificultades, cuando costó tan poco conseguir la dócil  tibieza de su conformidad  para asirse de los sueños, cuando volvió añicos su vieja tabla de imposibles y nada le importó.

 Aquella musa paradisíaca había dejado la cáscara tirada en la ventana. Pero en cambio había hollado  lugares inalcanzables en las tardes, cuando me daba a beber la hiel de la duda con su mirada frágil, sus manos distantes, la boca esquiva, la palabra lejana.

-“El silencio no necesita palabras”- imponía fríamente condescendiente

Y yo sabía que ahí donde terminaban las palabras comenzaba la música y me envolvía en la capa dorada de antaño  para volar sin tiempo y sin medida hasta cuando el hastío ponía términos a la soledad.

Fue entonces cuando apareciste tú. Con tu arpegio te fuiste haciendo dueña del tiempo perdido y un nuevo sentido  se fue imponiendo en mis silencios.

Para Miriam, estas dudas ocultas le devanaban la razón y las convertía en una cara nueva del amor  que tan recientemente se negaba a darle ingreso. Ella iba hacia la rosa cuando yo regresaba de la espina, y ni siquiera entonces fuimos conscientes de que todo había terminado cuando en verdad, apenas comenzaba.

Desde entonces, guardo con algo de pudor y mucho de escepticismo, los estremecimientos que resquebrajan  la piel de este viejo barco de guerra, cuya búsqueda de una dársena  donde carenar por siempre,  le ayuda a sobrevivir.

-“Quince años después  me encontré frente a frente con la realidad viva  de la viva realidad…. Una tarde lluviosa de diciembre  sentí el hielo de una dura mirada protegida por la cómplice oscuridad de unos lentes, hurgando  impasibles dentro de mí  con  la ansiedad de un náufrago. Mientras el viejo ascensor gemía, sus ojos indescifrables se empeñaban en encontrar los míos, hasta lograrlo al llegar a la última estación. Allí estaban aquellos ojos color miel de los que tantas veces permanecí cautivo. Querían hablar, pero queriendo hablar no hablaban…


 Fue así como intuimos, muy a nuestro pesar, que volver a encontrarnos no guardaba nada gratificante, nada nuevo. Y entonces, con un dolor preservado en lo más hondo de mí, volví a descubrir que…. ni siquiera era hermosa, ni siquiera reía, ni siquiera había sido fiel a su promesa de cultivar su encanto. El sepia de sus labios permanecía incólume como huella indeleble del yugo eterno de sus cigarros, el sello de la madurez surcaba implacable la frente, las sienes, el otrora victorioso arco de los ojos…. pero al menos esto mismo, le había permitido sobrevivir a sus amenazas de antaño.  Así que cortésmente,  con un leve movimiento de cabeza, cerré por siempre el diálogo que una vez comenzamos”-

Está escrito. A Popayán no se va. Se vuelve.

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