viernes, 16 de julio de 2021




                                        


                                                  ABEJAS EN EL ALMA


Por:  José Ramón Burgos Mosquera.


1

-          La “morocha” salió corriendo de la cocina y atravesó el pequeño patio que la separaba del potrero de apartar el ganado. Mi madre que siempre vivía pendiente de sus travesuras, volteó el rostro para ver hacia dónde corría y se encontró con el sigiloso desplazamiento de una hilera de hombres armados que descendían por el filo de la cañada con dirección a la casa. Su primer impulso fue correr tras su pequeña hija mientras con acento de angustia advirtió a su marido de quiénes se estaban acercando.

-          Luis Antonio, por Dios. ¡Ahí viene esa gente!

-          ¡Resguárdese con los muchachos en el fondo y atranquen todo por dentro!

-          Una vez más sentíamos el miedo que nos atenazaba la garganta, desde que mi padre se hizo cargo de la Inspección de Policía de Coloradas, en Sevilla al norte del departamento, pese a las continuas intimidaciones proferidas por los grupos insurgentes que se habían tomado la cordillera central. Pero él era un viejo cerrero curtido en mil batallas y no había poder humano que lograra sacarlo de su doctrina. Había estado en otros corregimientos escondidos entre la bruma que limitaban con el Tolima como Cumbarco o La Estelia. Y seguía fielmente las ideas que le habían endurecido la piel en su diario peregrinar.

-          La ley es la ley y aquí estamos para hacerla respetar.

Alcanzó a observarlo meterse al cuarto que había convertido en la oficina porque desde allí divisaba el humo azul de los trapiches, las torres de la iglesia y la quietud del valle. Lo vio sacar las armas y cajas de munición que celosamente guardaba y cómo terminó refugiándose en el interior de un aposento a medio acabar, sin puerta aún, pero con los huecos para dos ventanas que le permitían parapetarse y defenderse contra quien fuera. Fueron minutos eternos aquellos que transcurrieron hasta cuando comenzó el tiroteo.

-           Los visitantes empezaron a disparar contra todo y se confiaron al no recibir respuesta, por lo que intentaron entrar por el frente, dándole patadas al portón de la sala. Fue cuando papá los encendió a plomo y alcanzó a herir a algunos de ellos. Después encontramos la huella de su sangre en los corredores.

Solo se oyó por un tiempo indefinible el ir y venir de las balas acompañadas de gritos salvajes. Luego se instauró un silencio sin término, un silencio desconocido aún para quienes estaban acostumbrados a guiarse por los ruidos de los animales y el carácter de los elementos: los cucaracheros y pichojés llamaban al ordeño sin importar que llegaban con la neblina y el helaje que bajaba del altozano, las gallinas cacaraqueaban después de poner sus huevos antes del mediodía acorde con el cotorreo de las cuncunas, las vacas mugían recordando que se debían separar de los terneros a las cuatro de la tarde y a las cinco comenzaba a soplar una viento fresco que duraba enfriando hasta cerca de las ocho de la noche, cuando despertaban los morrocoyes.

-          Uno diferenciaba el paso de las horas. Ese día en cambio, el calor del sol comenzó a llamear antes de mediar la mañana. Mamá, intensamente pálida y temblando, osó mirar por las hendijas, pero no halló ni un solo aliento de nada. Una hora después percibimos las voces de algunos vecinos de la vereda que se acercaron a auxiliarnos, y entonces comprobamos la magnitud del desamparo en que quedamos …”

Su mirada vuelve a tener ese acerado resentimiento que de vez en cuando trasciende su sensibilidad. En ella se advierte una pena indefinible tan grande como la indignación que por muchos años sintió contra Dios y contra el don de la belleza que le dio, atribuyéndole ser la causa de todos sus males. Desde el primer momento lo presintió así, cuando a los catorce años de edad abandonó las faldas maternas para buscar su propio sitio en la capital del Valle y curiosamente lo encontró a la primera solicitud que presentó en una afamada cooperativa, sin haber terminado la secundaria, sin saber absolutamente nada, tan solo con el compromiso de brindar una sonrisa diaria en la recepción de la empresa, donde muy pronto tropezó con el enrevesado mundo que mueve los caprichos carnales de los hombres.

-          “Cuando algunos se desvivían por distraerme, a duras penas lograba entenderlos porque mi corazón sangraba sin descanso desde que la guerrilla masacró a mi padre aprovechándose de una gavilla cobarde y traicionera. ¿Cómo podría interesarme por alguien que ni siquiera imaginaba la razón de mi desolación y mi tristeza? Crecí convertida en una mujer difícil de comprender y mucho más compleja de agradar, sobre todo cuando Pablo quien me antecedía en edad, cada vez demostraba más interés por las circunstancias y minucias del hogar, apegado a nuestras enaguas y compitiendo por los juguetes de las niñas, lo cual terminó creando una adicional relación de dependencia conmigo a lo largo del tiempo. No obstante, pasados los meses se fueron ordenando los asuntos y con el aporte de Ana Judith, el del mayor, y el excedente de mis ingresos, las cosas parecieron encarrilarse para la familia que comenzó arrimada a una tía, la única que aceptó recibirnos, mientras conseguimos regalar en lo que quisieron darnos por la finca que había levantado “el viejo” en esas latitudes. Nada me faltaba de aquellos mínimos detalles que hacen cómodo y soportable el vivir, aunque necesitaba una voz varonil que me llenara de consuelo. Poco a poco fui dotando la habitación, mientras asistía al colegio nocturno donde logré finalizar el bachillerato. En la ceremonia de clausura, mi madre lloraba de felicidad suspirando por lo que habría de seguir, mientras al final del salón de actos un tozudo ingeniero que se había obsesionado con mis trenzas rubias y mis ojos color champaña de campesina, rumiaba con paciencia cuanto tendría que hacer para doblegar mis aprehensiones.

Vivió veinte años a merced de sus odios, alimentando una obsesión condenable pero irreprimible de vengarse algún día de quienes habían desgraciado su destino y el de los suyos. Tuvo tiempo para grabarse los nombres y alias de los asesinos y dejó que las estaciones sirvieran de testigo de que cobraría la afrenta. Creció inocente, cautivada por el aire que venía de las altas cumbres y arrullada por el rumor indescriptible del riachuelo que las surtía. Junto a su padre disfrutó la planeación del reservorio donde se almacenaba el agua y el pequeño planchón donde jugaban y se duchaban alegremente, antes de trasladarse a la escuela donde Ana Judith era una de las maestras. Así mismo, desde esa misma alberca recogió el líquido para lavar la sangre que derramó aquel duro luchador que las protegió y cuidó hasta el último instante. ¿Cómo podría arrancar de su ser esas desastrosas imágenes que la torturaban inclementes desde siempre? ¿Cómo erradicar de su pensamiento el remoquete hosco y detestable de “Jorge Payares”, el costeño que lideró la emboscada en ese noviembre?

-          En esas épocas éramos independientes, pero estábamos sujetos a la potestad de mi papá que llenaba todos los espacios. Aun así, tenía un espíritu atrevido y libertario que no se acostumbraba para mi edad y condición de mujer. Aprendí a madrugar, a despercudirme de la modorra del amanecer, a ensillar los caballos, a cabalgar y ayudar a trasladar las reses y a no temerle a nada. Era en esos instantes cuando me sentía enteramente dueña de mí misma. Pero persistía el fastidio del enclaustramiento y las limitaciones que imponía la férrea disciplina castrense que imperaba allí. En las noches, sentía una irrefrenable sed de ternura, un apego diferente al afecto familiar. Mi alma empezaba a entretenerse con los primeros balbuceos del amor, pero nada llenaba mi talante rebelde y arisco porque me comportaba peor que una potranca cerril. Ninguno de los adolescentes de la aldea lograba expresar algo digno de ser rescatado en la tibieza de mis frazadas, excepto un locutor que invitaba a canturrear las canciones con que solía enternecernos. Por eso mi primera gran fantasía fue tan solo la voz de alguien a quien jamás llegué a conocer pero que se regocijaba en mi piel llenándola de inquietantes y perturbadoras ansiedades. Haber montado en un brioso potro de la finca durante las primeras fiestas de Sevilla a las que asistí y demostrar mi destreza y galanura de amazona sería un hecho perdurable en mi mente, sin embargo, el único recuerdo grato que sobrevivió a la atroz soledad de mi rencor cuando abandonamos La Casona, fue el tono de aquel desconocido que obraba prodigios, mientras nos presentaba a Julio Jaramillo,  Olimpo Cárdenas, el Caballero Gaucho, Los Cuyos, Los Panchos, Los Tres Diamantes, Los Tres Reyes, Garzón y Collazos y Alfredo Sadel, el venezolano con quien durante meses nos ilusionaron que vendría a cantar a Buga y de pronto lo animaban a que diera una serenata en Sevilla.

 

 

 

 


 

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