Por: José Ramón Burgos Mosquera.
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La “morocha” salió corriendo de la cocina
y atravesó el pequeño patio que la separaba del potrero de apartar el ganado.
Mi madre que siempre vivía pendiente de sus travesuras, volteó el rostro para
ver hacia dónde corría y se encontró con el sigiloso desplazamiento de una
hilera de hombres armados que descendían por el filo de la cañada con dirección
a la casa. Su primer impulso fue correr tras su pequeña hija mientras con
acento de angustia advirtió a su marido de quiénes se estaban acercando.
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Luis Antonio, por Dios. ¡Ahí viene esa
gente!
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¡Resguárdese con los muchachos en el fondo
y atranquen todo por dentro!
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Una vez más sentíamos el miedo que nos
atenazaba la garganta, desde que mi padre se hizo cargo de la Inspección de
Policía de Coloradas, en Sevilla al norte del departamento, pese a las
continuas intimidaciones proferidas por los grupos insurgentes que se habían
tomado la cordillera central. Pero él era un viejo cerrero curtido en mil
batallas y no había poder humano que lograra sacarlo de su doctrina. Había
estado en otros corregimientos escondidos entre la bruma que limitaban con el Tolima
como Cumbarco o La Estelia. Y seguía fielmente las ideas que le habían
endurecido la piel en su diario peregrinar.
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La ley es la ley y aquí estamos para
hacerla respetar.
Alcanzó
a observarlo meterse al cuarto que había convertido en la oficina porque desde
allí divisaba el humo azul de los trapiches, las torres de la iglesia y la quietud
del valle. Lo vio sacar las armas y cajas de munición que celosamente guardaba
y cómo terminó refugiándose en el interior de un aposento a medio acabar, sin
puerta aún, pero con los huecos para dos ventanas que le permitían parapetarse
y defenderse contra quien fuera. Fueron minutos eternos aquellos que
transcurrieron hasta cuando comenzó el tiroteo.
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Los
visitantes empezaron a disparar contra todo y se confiaron al no recibir
respuesta, por lo que intentaron entrar por el frente, dándole patadas al
portón de la sala. Fue cuando papá los encendió a plomo y alcanzó a herir a
algunos de ellos. Después encontramos la huella de su sangre en los corredores.
Solo
se oyó por un tiempo indefinible el ir y venir de las balas acompañadas de
gritos salvajes. Luego se instauró un silencio sin término, un silencio
desconocido aún para quienes estaban acostumbrados a guiarse por los ruidos de
los animales y el carácter de los elementos: los cucaracheros y pichojés llamaban
al ordeño sin importar que llegaban con la neblina y el helaje que bajaba del
altozano, las gallinas cacaraqueaban después de poner sus huevos antes del
mediodía acorde con el cotorreo de las cuncunas, las vacas mugían recordando
que se debían separar de los terneros a las cuatro de la tarde y a las cinco
comenzaba a soplar una viento fresco que duraba enfriando hasta cerca de las
ocho de la noche, cuando despertaban los morrocoyes.
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Uno diferenciaba el paso de las horas. Ese
día en cambio, el calor del sol comenzó a llamear antes de mediar la mañana.
Mamá, intensamente pálida y temblando, osó mirar por las hendijas, pero no halló
ni un solo aliento de nada. Una hora después percibimos las voces de algunos
vecinos de la vereda que se acercaron a auxiliarnos, y entonces comprobamos la
magnitud del desamparo en que quedamos …”
Su
mirada vuelve a tener ese acerado resentimiento que de vez en cuando trasciende
su sensibilidad. En ella se advierte una pena indefinible tan grande como la
indignación que por muchos años sintió contra Dios y contra el don de la
belleza que le dio, atribuyéndole ser la causa de todos sus males. Desde el
primer momento lo presintió así, cuando a los catorce años de edad abandonó las
faldas maternas para buscar su propio sitio en la capital del Valle y
curiosamente lo encontró a la primera solicitud que presentó en una afamada
cooperativa, sin haber terminado la secundaria, sin saber absolutamente nada,
tan solo con el compromiso de brindar una sonrisa diaria en la recepción de la
empresa, donde muy pronto tropezó con el enrevesado mundo que mueve los
caprichos carnales de los hombres.
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“Cuando algunos se desvivían por
distraerme, a duras penas lograba entenderlos porque mi corazón sangraba sin
descanso desde que la guerrilla masacró a mi padre aprovechándose de una
gavilla cobarde y traicionera. ¿Cómo podría interesarme por alguien que ni
siquiera imaginaba la razón de mi desolación y mi tristeza? Crecí convertida en
una mujer difícil de comprender y mucho más compleja de agradar, sobre todo cuando
Pablo quien me antecedía en edad, cada vez demostraba más interés por las
circunstancias y minucias del hogar, apegado a nuestras enaguas y compitiendo
por los juguetes de las niñas, lo cual terminó creando una adicional relación
de dependencia conmigo a lo largo del tiempo. No obstante, pasados los meses se
fueron ordenando los asuntos y con el aporte de Ana Judith, el del mayor, y el
excedente de mis ingresos, las cosas parecieron encarrilarse para la familia
que comenzó arrimada a una tía, la única que aceptó recibirnos, mientras
conseguimos regalar en lo que quisieron darnos por la finca que había levantado
“el viejo” en esas latitudes. Nada me faltaba de aquellos mínimos detalles que
hacen cómodo y soportable el vivir, aunque necesitaba una voz varonil que me
llenara de consuelo. Poco a poco fui dotando la habitación, mientras asistía al
colegio nocturno donde logré finalizar el bachillerato. En la ceremonia de clausura,
mi madre lloraba de felicidad suspirando por lo que habría de seguir, mientras
al final del salón de actos un tozudo ingeniero que se había obsesionado con
mis trenzas rubias y mis ojos color champaña de campesina, rumiaba con
paciencia cuanto tendría que hacer para doblegar mis aprehensiones.
Vivió
veinte años a merced de sus odios, alimentando una obsesión condenable pero
irreprimible de vengarse algún día de quienes habían desgraciado su destino y el
de los suyos. Tuvo tiempo para grabarse los nombres y alias de los asesinos y
dejó que las estaciones sirvieran de testigo de que cobraría la afrenta. Creció
inocente, cautivada por el aire que venía de las altas cumbres y arrullada por
el rumor indescriptible del riachuelo que las surtía. Junto a su padre disfrutó
la planeación del reservorio donde se almacenaba el agua y el pequeño planchón
donde jugaban y se duchaban alegremente, antes de trasladarse a la escuela
donde Ana Judith era una de las maestras. Así mismo, desde esa misma alberca recogió
el líquido para lavar la sangre que derramó aquel duro luchador que las protegió
y cuidó hasta el último instante. ¿Cómo podría arrancar de su ser esas
desastrosas imágenes que la torturaban inclementes desde siempre? ¿Cómo
erradicar de su pensamiento el remoquete hosco y detestable de “Jorge Payares”,
el costeño que lideró la emboscada en ese noviembre?
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En esas épocas éramos independientes, pero
estábamos sujetos a la potestad de mi papá que llenaba todos los espacios. Aun
así, tenía un espíritu atrevido y libertario que no se acostumbraba para mi
edad y condición de mujer. Aprendí a madrugar, a despercudirme de la modorra
del amanecer, a ensillar los caballos, a cabalgar y ayudar a trasladar las
reses y a no temerle a nada. Era en esos instantes cuando me sentía enteramente
dueña de mí misma. Pero persistía el fastidio del enclaustramiento y las
limitaciones que imponía la férrea disciplina castrense que imperaba allí. En
las noches, sentía una irrefrenable sed de ternura, un apego diferente al
afecto familiar. Mi alma empezaba a entretenerse con los primeros balbuceos del
amor, pero nada llenaba mi talante rebelde y arisco porque me comportaba peor
que una potranca cerril. Ninguno de los adolescentes de la aldea lograba
expresar algo digno de ser rescatado en la tibieza de mis frazadas, excepto un
locutor que invitaba a canturrear las canciones con que solía enternecernos.
Por eso mi primera gran fantasía fue tan solo la voz de alguien a quien jamás
llegué a conocer pero que se regocijaba en mi piel llenándola de inquietantes y
perturbadoras ansiedades. Haber montado en un brioso potro de la finca durante
las primeras fiestas de Sevilla a las que asistí y demostrar mi destreza y
galanura de amazona sería un hecho perdurable en mi mente, sin embargo, el único
recuerdo grato que sobrevivió a la atroz soledad de mi rencor cuando
abandonamos La Casona, fue el tono de aquel desconocido que obraba prodigios, mientras
nos presentaba a Julio Jaramillo, Olimpo
Cárdenas, el Caballero Gaucho, Los Cuyos, Los Panchos, Los Tres Diamantes, Los
Tres Reyes, Garzón y Collazos y Alfredo Sadel, el venezolano con quien durante
meses nos ilusionaron que vendría a cantar a Buga y de pronto lo animaban a que
diera una serenata en Sevilla.
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