viernes, 16 de julio de 2021


                                                   AL FINAL DE LA ESPERA


1

 

Atravesó el espacioso salón de la recepción del Hotel con dirección al restaurante que casi circundaba la piscina ubicada en el tercer nivel de la edificación. Escogió una mesa sombreada que le permitía contemplar la mejor panorámica: la pulcra silueta de los gigantescos buques que entraban y salían, los alegres saltos de las lanchas de pescadores que regresaban de faenar cerca de las islas del Rosario y el vuelo agitado e inverosímil de gaviotas, pelícanos y mariamulatas que orzaban a sotavento a la espera de la recogida de los trasmallos. Seleccionó el desayuno que solía tomar desde hacía una semana y abrió el periódico para inmiscuirse en ese pequeño microcosmos del cotidiano acontecer de Cartagena de Indias.

Se reconcilió con el infinito tras una noche plácida e inolvidable, confortado por el recuerdo del parque de Salamanca que lo anonadaba de nuevo durante el recorrido entre Ciénaga y Barranquilla bordeando el océano. Las incontables islas separadas por canales que los comunican con la Ciénaga Grande de Santa Marta, sus palmiches, cactus y mangles retorcidos lo sorprendían como en la primera ocasión, y la visión de los flamencos rosados, el bullicio de miles de aves del paraíso y el encanto de la mar turquesa encantaban a cualquiera. Era increíble ese conjunto de bellezas incontables que Colombia tenía allí a la vista de centenares de turistas que se embriagaban con el espectáculo.

Fue mientras hojeaba El Universal, el diario regional que había acogido la pluma inquietante de quienes serían fantásticos narradores en el futuro, cuando descubrió una sugestiva fotografía que captó todo su interés. Promocionando los viajes en los inigualables atardeceres de la ciudad amurallada, aparecía una modelo exótica que creyó reconocer. Pese a las gafas para protegerse del sol y un sombrero de esparto decorado con flores y frutas tropicales que le recordaron el emblemático óleo de Enrique Grau[1], esa faz ennoblecida que traspasaba la distancia sustrajo su atención. La explosión de rubores vivos que emergían del entorno, tenía sin embargo la magia envolvente y los trazos vibrantes de Alejandro Obregón, icónico pintor mezcla de catalán y barranquillero que había encallado en esas playas seducido por su embrujo. Se sobrecogió de tal manera que estuvo a punto de desperdigar la ensalada que había seleccionado en la barra de autoservicio, porque aquella imagen le produjo la misma imperdible alucinación y vacío que hacía treinta años había padecido por iguales motivos. La sonrisa sugerente no alcanzaba a borrar la frase con que lo había mortificado en las riberas del Güengüé, en el norte del Cauca. Sus airados reproches, con el tiempo tenían el mismo arraigo que el Caribe esa mañana:

-       ¿Qué miras?

-       A ti.

-       Ocúpate de tus cosas y déjame en paz.

-       ¿Por qué eres así?

-       Oye. ¿Acaso no entiendes? No quiero que te detengas a verme.

Ella estaba untada de crema para resguardarse de las quemaduras solares mientras la madre terminaba de lavarse los pies antes de volver a casa. Alrededor, decenas de niños jugaban y se zambullían en el cauce desde los barrancos de la orilla, armando una ensordecedora algarabía que llenaba el recodo de gritos, cantos y carcajadas. No obstante, él la siguió observando con inevitable fruición intrigado al ver cómo eludía las hileras de hormigas y los bordes cortantes de las hojas de guinea, cuando ascendieron el último tramo del camino que llevaba a su residencia. Regresó al rio y estuvo braceando furioso contra la corriente. Era la mejor manera de disipar la agonía insufrible que le desencadenaban los reiterados desplantes de aquella orgullosa niña de la familia Aguilar.

Para entonces él era un mozalbete de apenas nueve años, agobiado por la pérdida de algunos dientes que lo sumía en un estado de inocultable desolación, y quien al final de aquel verano sería enviado a continuar su formación en la capital del departamento. Allá culminó sus cursos intermedios y pronto estuvo entregado de lleno a estudiar Administración de Empresas y Negocios Internacionales. En los breves espacios que permitían los períodos de descanso de diciembre, empezó a trabajar como auxiliar contable en las oficinas locales de una importadora de licores y comestibles, cuyo director general residía en Santa fe de Bogotá, desde donde gobernaba su pequeño imperio. Así fue como comenzó a entender el negocio desde sus más elementales componentes, donde la condición básica era la imposición de un lema inamovible: “lo importado solo se vende al contado”. Esa era la respuesta invariable para quienes insinuaban la posibilidad de obtener créditos.

Mientras pasaban los meses y los años, sin embargo, con frecuencia evocaba los gestos anonadantes con que la inquietante Elaine había rechazado sus tímidos intentos cuando apenas eran niños constreñidos por las costumbres de provincia. Hubo un corto lapso en que se congregaron durante la catequesis previa a la celebración de la primera comunión, pero se obstinaba en alejarse y tan solo admitía la compañía de algunas alumnas de su escuela. Cuando por casualidad se cruzaban, fruncía el ceño en un acto de reproche inexplicable, mientras él correteaba feliz al descubrir la inquietud que agitaba su corazón.

 Ella a su vez viajaría a Guadalajara de Buga, de donde tan solo retornaría transcurrida una década interminable, convertida en una sílfide atrayente e inabordable. Algunos de sus amigos le contaron después que nunca había estado más hermosa ni más irritante. Ahora sonreía y saludaba, pero guardando una distancia inquebrantable con todos. Esto coincidió con las vacaciones en que él iniciaba su promoción en la firma, y por lo tanto, nunca tuvo ocasión de verla.

En esa época, transformada en una chica despampanante había causado estragos en los jóvenes de su generación. Su figura llenaba el imaginario vespertino de los adolescentes logrando convertirse en un tabú inaccesible y una ilusión fortuita que devoró sin piedad la tranquilidad de todos antes de desaparecer para siempre. Algunos de los que alimentaban el aire de desamparo que los apretujaba cuando hablaban de ella, le mencionaron el precipitado abandono tras su breve permanencia en el poblado. Un universo de conjeturas rodeó este hecho: que había contraído matrimonio sin autorización de sus padres, o se había fugado con un amante desconocido. Nada de ello tenía asidero en la realidad. Pero sin duda dio mucho de qué hablar, porque murmurar en los pueblos era una impenitente distracción a la que se volvían adictos los muchachos agotados al no encontrar algo diferente para ocuparse.

En un fin de semana imprevisto, Joseph visitó a las volandas a los suyos. El día previo a su viaje de vuelta a Popayán donde se aprestaba a culminar su carrera, una de las amistades de entonces le confesó un secreto que terminaría abrumándolo:

-       Elaine se va para los Estados Unidos a final de año -le dijo con tono de confidencia- Pero me pidió que te entregara algo, “para que nunca la olvides” -subrayó.

El sintió que la tierra se reblandecía bajo sus pies, pero no para hundirse sino para vivir en un espacio de ensueño. Estaba bellísima en la imagen con su cabellera flotando bajo el influjo del viento, plena de esa mezcla de osadía inocente y sensualidad que emerge a los dieciséis años, que parecía llamarlo para susurrarle lo que jamás pronunciaría:

-        “Mírame cuanto quieras, mi querido y travieso chiquillo. Búscame algún día.  Yo también te aguardo”.

Esa inviolable intimidad le había permitido delirar sin límite y lo incentivaba para ascender en una frenética carrera contra el destino. Con esa espinita clavada en el alma, quienes pasaban por su lado se encontraban con un hombre lleno de gratas experiencias y con perspectivas de convertirse en un destacado empresario. Pero para él no había otra meta que la de establecerse más allá del río Grande y encontrarse con Elaine Aguilar. De innumerables maneras se lo comentaba a sus amigas para que de alguna forma terminaran haciéndoselo saber. En la inseguridad de la espera todo era más lento, y esa expresión había madurado en su conciencia como si hubiese sido grabada sobre mármol con un buril de acero:

-       “…para que nunca la olvides”.

Soñaba con el día en que le preguntaría si esas habían sido sus palabras, o había vivido perdido buscando su luz en un firmamento etéreo donde solo existía su recuerdo.



[1] Grau Araujo, Enrique (Panamá, 18 de diciembre de 1920 [1] - Bogotá, 1 de abril de 2004) fue un pintor, escultor y muralista colombiano, educado en USA e Italia, conocido por sus retratos de figuras amerindias y afrocolombianas. Fue el ganador del Salón Nacional de Artistas de Colombia. Su obra impresionista y expresionista muestra influencia de Picasso y luego el realismo domina su arte.

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