domingo, 15 de agosto de 2021

UNA NOCHE EN MAKUMBA

De mi libro CRÓNICAS, RELATOS Y CUENTOS, he extraído este que fue un RECONOCIMENTO en vida a mi amigo de la infancia y gran arquero colombiano OTONIEL QUINTANA.
UNA NOCHE EN MAKUMBA Crecimos sueltos. En esa época nada importaba, ni el sol ni la lluvia. A nadie le preocupaba incluso si se hubiera ido la luz cuando ya estaba cerrada la noche. Todos sabían que los muchachos estábamos parados en las afueras del kiosko, prendidos de las barandas de guadua viendo bailar a los grandes con las muchachas más bellas del pueblo. Era una imperturbable ceremonia que comenzaba alrededor de las dos de la tarde de los sábados y domingos cuando algunos barrían, trapeaban y secaban con aserrín la pista a la que le aplicaban cera para que a los bailadores les quedara fácil hacer los movimientos más complicados. Los chicos hacían el oficio con placer bajo una sola condición invariable: que el administrador prendiera el equipo y colocara las últimas canciones de moda. Y esa era la única forma de conseguir la participación de cuatro o cinco pelafustanes que hacían el oficio con gusto. Algunos de ellos imitaban a Piro amacizando su escoba tal y como aquel avezado danzante lo hacía con sus parejas cuando sonaba un bolero moruno, otro bailaba un guaguancó como acostumbrara hacerlo “el indio” que mantenía asoleada a la mayor de las “cuyayas” y no faltaba el que dejaba el trapeador de lado para demostrar lo que le haría a Elba la campeona, quien era bailarina profesional en Estampas Negras, un grupo de danzas de Cali. Pero bastaba que se escuchara alguna canción de Bienvenido Granda o de Daniel Santos para que unos imitaran esos dejos nasales del bigote que canta y otros replicaran esos infaltables “aos” prolongados conque el inquieto anacobero alargaba las palabras cuando cantaba. Cuando comenzaba el ingreso de los clientes los desazonados aprendices debían abandonar el escenario donde habían soñado por tres horas. Arnulfo le pagaba un peso a cada uno y luego los urgía. - “Fuera mijo que no demora en pasar don Roso” -decía. Se refería el inspector de policía, un corpulento negro que había alcanzado el grado de sargento en el ejército, a quien todos temían porque era el mismo que llegaba con revolver en mano hasta el recodo del rio situado al lado de la escuela de niñas donde estaba prohibido bañarse, y espantaba hasta el diablo haciendo tiros. Todos le temían de verdad. A algunos que lograba capturar los llevaba a rastras agarrados de la pretina del pantalón, y los metía al calabozo hasta que llegaba cada padre a reclamarlo, pero exigía que les dieran látigo antes de permitirles abandonar la cárcel. A don Rosalino había que respetarlo y por eso nadie apostaba plata a los cinco hoyos, ni podían encontrarlo viendo jugar billar en el café de don Raúl, porque ese era un vicio de hombres, no de culicagados. Ese primero de diciembre había comenzado muy temprano en la fuente de soda de don Jesús Hernández, el que siempre iniciaba las fiestas de navidad colocando música que conmovía a todos los transeúntes a quienes ofrecía un trago de aguardiente después de desearles una feliz navidad mientras dejaba rodar en la pegajosa voz del infaltable Celio González aquella canción desgarradora con que lo recordaríamos medio siglo después: “Otra Navidad”, y era tan evidente que arrastraba una oleada de satisfacción para que quienes se desplazaban hacia sus fincas terminaran expresándole cuando menos la manida frase de todos los diciembres: - “Ese man está cantando mucho este año, don Jesús”. Y el viejo feliz seguía repartiendo navidades de la Sonora Matancera mientras fumaba sus olorosos Camel, sones del Trio La Rosa, del Cuarteto Maisi y del Trio Matamoros. Así que a las dos de la tarde la fuente de soda era ya una cantina abarrotada de hombres y mujeres de asiento que celebraban el placer de estar vivos y poder compartir ese retozo que permanecía extraviado a lo largo del año y reaparecía como por encanto el primero de aquel mes dionisíaco. - Don Jesús los prepara y Arnulfo los recibe bien prendidos -murmuraban las abuelas. Y al final todos llegan pelados a la casa. Como todos los años -remataban. En Makumba la cosa era a otro precio. A las ocho de la noche ya estaba marcando pista Bambuco, el motorista de uno de los “jibaritos”, enfundado en sus pantalones de tres prenses, luciendo pulsera y una gruesa cadena, con su espeso bigote que le agregaba prestancia ante las mujeres contundentes mientras exhibía su estilo de bailar pulseándolas para que presintieran lo que se les vendría encima; el rubio y atlético Jorge Mosquera cuyo estilo de bailar era un poco más rudo que el de su compañero de oficio, pero ambos se tenían que descubrir ante “don Poli”, un hombre de mandíbulas cuadradas y contextura descomunal quien jugaba de centro delantero del Danubio, el equipo de futbol al que todos glorificábamos, porque la cadencia de don Poli lo hacía parecer como si flotara sobre el área como un águila sobre su presa. Había otros que llegaban ocasionalmente como Eurípides, el comprador de grano de los Giraldo que solo tomaba Ron Viejo de Caldas con ginger ale Canada dry, y aparecía cerca de la media noche con los ojos más brotados que de costumbre y siempre con una mujer diferente. Algunas entrometidas de celo bravo que aguardaban la aparición de sus maridos, murmuraban en voz baja: - Mírelo vea. ¿Y cuándo lo ve con la mujer propia armando corrinches? En mitad de la pista, María Luisa era una mulata de fuego que trabajaba en Cali y usualmente regresaba al pueblo al final del mes. Hacía parte de una camada de cholas samba negras que enloquecía a los jóvenes que empezábamos a liberarnos de las plumas de la adolescencia. Bailaba con una cadencia exquisita, subyugante, que no admitía dudas sobre la suerte que asistía a quien lograba invitarla, pues se llevaba uno de los premios de la noche. Ella y Clemencia se robaban las miradas de todos. Algo similar acontecía con la Chiviringa, una preciosa negra de formas ondulantes y sensuales con un rostro ovalado y perfecto que ponía a babear a más de uno. Pero nadie se atrevía a abordarla, porque su arribo al kiosko era el preludio de que estaba por ingresar el flaco y gigante arquero de la selección nacional a quien todos respetaban y admiraban hasta el delirio. Siempre era recibido con ese solo de piano de Lino Frías y la voz dominicana de Alberto Beltrán: “Hoy de ti, solamente quiero saber Por qué eres para mí, razón de mi existir, y en todo instante amor… Hoy de ti, solamente quiero saber por saber comprender lo que hay en mi querer ¡Tú eres mi adoración!” que cantaba y todos los que ocupaban la pista lo recibían con aplausos y se levantaban a abrazarlo. Otoniel Quintana recibía la ovación con los brazos en alto agradecido del inmenso aprecio que gozaba de su pueblo y luego se entregaba al afecto de quienes lo idolatraban y esperaban de él su generosa invitación a celebrar las navidades. Luego se escuchaban los demás boleros que interpretaba Beltrán con la Sonora Matancera desde 1954 como: Aunque me cueste la vida, Te miro a ti, Ignoro tu existencia, Enamorado, Aquel 19 y Todo me gusta de ti. ¿Cómo podría imaginar que cincuenta años después lo estaríamos evocando con lágrimas en los ojos quienes atisbábamos desde los enrejados del kiosko? Se rumbeaba delicioso entonces. Se fumaba en las mesas, pero nunca bailando. Y cada quien se acercaba a Arnulfo para que le colocara temas de Rolando La serie, de Bienvenido Granda, de Roberto Ledezma, de Vicentico Valdés y Celia Cruz. Otros se atrevían a bailar mambos de Dámaso Pérez Prado. Pero lo elegante era ver bailar “Bonito y Sabroso”, “Manzanillo” o “Mata Siguaraya” de Benny Moré. Allí había que mostrar finura. Ellos estaban en su momento. Y apenas empezaban a abrirse paso los temas de la Billo’s Caracas Boys, Los Melódicos y Lucho Bermúdez, pero esa no era música de negros. Eso era para fiestas de coca colos. Makumba era un templo para la música afroantillana en Padilla. A la pista solo ingresaban los que sabían bailar y las mujeres se volvían insoportablemente exigentes con quienes no tenían el swing, el aire, el pique suficiente que las llenara. Recuerdo que atravesé la pista con destino a los baños, haciendo breves venias a muchos de los asistentes quienes eran amigos de mis padres. Frisaba los dieciséis años y era un desgarbado conjunto de huesos que pedía a gritos músculos y garbo. Cuando regresaba, comenzaba un bolero rítmico de la Sonora en la voz vibrante de Alberto Beltrán: - “No vuelvas otra vez es mejor para ti. No bastará decir sólo te quiero a ti. Es inútil tratar de engañarme otra vez, haciéndome el amor con mentiras nomás”. María Luisa se levantó de la silla y me tomó de la mano con una seguridad preconcebida y una certeza de clarividente de que podría bailar con ella con la cadencia que esperaba ser conducida. No habíamos hablado antes y no habíamos bailado nunca, pero fue muy grato sentirla deslizarse entre mis brazos y oírla musitar en mi oído ese inesperado: - ¿Cuánto tiempo más ibas a hacerme aguardar para invitarme a bailar? Su voz era perturbadora y sensual tanto como su forma de bailar y debió disfrutar hasta lo indecible mi azoramiento, ya que su compañero de baile en la mesa había quedado completamente solo, lo que me causaba real preocupación. Pero ella era una caja de música llena de risas y carcajadas que siguieron dándome vueltas como si hubiese entrado en un remolino del cual no encontraba salida. Y ese estado de cosas se prolongó a lo largo de un cuarto de hora, pues al primer disco siguió otro y otro y cada vez su cercanía era mayor. La trompeta de Julito Alvarado convertido en Míster Trumpet Man acababa de hacer su ingreso bajo la batuta del piano de Richie Ray el conjuro de la voz de Bobby Cruz. De pronto su acompañante se puso en pie y se acercó para decirle que deseaba irse, con la más inverosímil tranquilidad, aunque cuando estaba a escasos centímetros alcancé a percibir en su rostro la huella delatora de un fino maquillaje, sus cejas depiladas y los labios cubiertos del brillo que se aplicaban las adolescentes. Ella simplemente lo despidió con un beso en la mejilla y le dijo: - Bueno corazón. ¡Que te la goces! Luego se dedicó a darme una prolongada cátedra de lo que adoran las mujeres y los hombres desconocemos, mientras bailábamos alegremente al ritmo desenfrenado que ella acostumbraba. Fue cuando se acercó uno de los infaltables policías que hacían guarda a la entrada requiriéndome la cédula para poder permanecer a esa hora en un kiosko para mayores, pero fue ella quien se adelantó a responder con una frialdad inusitada. - ¿Por qué no podemos estar juntos? Él es mi compañero. Convivimos desde hace seis meses ¿y no podemos estar juntos? A esta hora ya voy para dos meses de embarazo, ¿y no puedo compartir con mi marido? -Tragué saliba porque no tenía idea hasta dónde irían a parar las cosas. A medida que fue levantando la voz empezaron a escucharse voces solidarias que corroboraban su condición sin más conocimiento que el deseo de burlar la ley, al punto que algunos de los usuales contertulios de la semanal convocatoria se acercaron a brindar apoyo. Recuerdo que Bambuco envuelto en una risa de complicidad, me dijo al oído: - Baile y goce mijo. ¡Pero dele su riendazo a ese bombón que se ganó en la lotería! Y fue el comienzo de una noche inolvidable, única en que aprendí a soñar despierto, a mostrar mis sentimientos y a limpiarme por dentro de mis pesares y melancolías apenas con el contenido de una lágrima.

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