domingo, 15 de agosto de 2021

UNA TORMENTA PERFECTA

De mi libro CRÓNICAS, RELATOS Y CUENTOS. En recuerdo de ese pueblo inolvidable de Almaguer donde permanecí mi primer año de médico rural hace cerca de medio siglo. UNA TORMENTA PERFECTA Varios años después apareció la epidemia de “gripa asiática”. Por las calles empedradas de aquel pueblo solo se percibía un silencio extraño y un miedo creciente e inexplicable contra un mal que nadie sabía de dónde había llegado ni cómo se curaba. Miles de ciudadanos se refugiaban en sus casas y ensayaban el uso de pócimas y bebedizos tradicionales contra el “soroche” y otros males reconocidos. Muchos buscaban al médico del Centro de Salud donde hacían cola decenas de pacientes aquejados de lo mismo: un dolor de cabeza insoportable, fiebre alta, dolor de garganta, tos seca, mareos, vómito y ocasional trastorno gastrointestinal. Aun no se sabía de muertes atribuidas al mal. Para Don José Londoño, el farmaceuta del pueblo se trataba de “un virus que anda” y todo el mundo lo bautizó con ese nombre que más tarde se reconoció como “la gripa asiática”. A todos los estudiantes internos de la Escuela Normal donde estudiaba les empezó a doler la cabeza, sudaban profusamente, se les enrojecían los ojos y tosían sin parar. Por indicación de un médico del hospital local se decretó una cuarentena y todos los internos debían guardar cama, tomar líquidos suaves e ingerir analgésicos, antitusivos y además, prescribió algunos medicamentos especiales para los más afectados. Como no había sino dos enfermeras, insuficientes para atender a toda la población, seleccionaron a tres de los estudiantes que aún no teníamos la enfermedad para que ayudáramos a los demás. Un día después, el único que no había sido afectado por los síntomas de la epidemia era ese extraño y delgado estudiante de catorce años en que me había convertido entonces, por lo que asumí el papel de enfermero de mis compañeros con un grato sentimiento de solidaridad, motivado por expresiones cariñosas de algunos de ellos a quienes suministraba analgésicos para la cefalea y dolores articulares, sulfa metoxi piridazina para los que ya tenían afectados los bronquios, así como compresas húmedas y líquidos. Fue una actividad que duró dos semanas aproximadamente y aunque desde entonces hasta ahora han transcurrido seis décadas, aún me sorprendo cómo fue que permanecí en contacto con todos mis compañeros sin ninguna clase de protección y sin desarrollar los síntomas de aquel mal colectivo. Para entonces mis sueños de adolescente eran convertirme algún día en una estrella del derecho, sin embargo, cuando llené el formulario de ingreso a la universidad, descubrí que había escrito Medicina, inusitadamente movido por una inspiración desconocida. Diez años después estaba de regreso a esos pueblos del sur del Cauca convertido en médico. Y pasarían muchos años para que lograra entender por qué aquella primera vez había sobrevivido inmune a la enfermedad. En el último cuarto del pasado siglo comencé a descifrar el enigma en que había desembocado mi vida. Fue a mediados de octubre de 1975 en San Juan de Almaguer donde me encontraba cumpliendo el año de medicatura rural, donde el destino propició las increíbles circunstancias que me correspondió vivir. El Centro de Salud era una edificación grande, que sobresalía quizá porque permanecía inacabada desde hacía varios años. Contaba con dos alas y tan solo en la parte norte tenía pisos de baldosa en el cuarto destinado a consultorio y la estación de enfermería. En el resto apenas existía el piso primario en cemento. En la parte sur se encontraban cuartos y corredores en obra, sin vidrios en las ventanas y sin puertas. Entre las dos alas existía una pequeña casa que contaba con sala, cocina, un cuarto con baño y un gran patio posterior destinados al servicio del médico asignado al lugar. Curiosamente, esta era la única parte del conjunto que estaba terminada. El invierno de entonces en aquel nudo de montañas que conforman el Páramo de las Papas, habían mantenido al pueblo resguardado en sus centenarias viviendas y la quietud era aún mayor, porque debido a los interminables aguaceros se habían producido decenas de derrumbes en la única carretera que conectaba con el Valle del Patía por lo que desde hacía veinte días no ingresaba el transporte público que día por medio hacía la ruta desde Popayán. El pueblo más cercano era Bolívar, y para llegar a él descendiendo por peligrosos caminos llenos de barro donde se enterraban los cascos de las bestias, se necesitaban más de tres horas, lo cual hacía imposible abandonar el pueblo a no ser por razones de vida o muerte. Fue en esas circunstancias cuando emergiendo de la neblina y chorreando agua y barro por toda parte apareció un grupo de campesinos que cargaban en una parihuela de guadua el cuerpo de un niño de aproximadamente diez años. Estaba yerto, con las extremidades entumecidas y con una terrosa palidez que asustaba. Esa mañana su madre lo había enviado a cortar pasto para alimentar la camada de cuyes y conejos que se multiplicaban encerrados en la cocina unos y en el enmallado muro posterior de la cabaña los otros, cuando resbaló en la cuesta donde crecía el pasto elefante predilecto para los animales, con tan incierta suerte que al caer, el afilado cuchillo que portaba se le enterró en el abdomen. El chico había gritado pidiendo auxilio, pero había sido en vano por la distancia adonde se encontraba y tan solo dos horas después el padre había salido en su búsqueda encontrándolo semisentado, junto a un árbol, esperando confiado en que irían a buscarlo. Desde ese momento y hasta el ingreso al Centro de Salud habían transcurrido más de siete horas. La duda de los campesinos radicaba en que el estoico muchacho, hecho en la reciedumbre de la montaña, no se quejaba de dolor y la herida no sangraba. Tan solo horas después, cuando comenzó a distenderse el abdomen y la palidez se hacía más pronunciada, comprendieron que habían perdido un tiempo precioso y apresuradamente armaron la parihuela para trasladarlo, cuando ya arreciaban las lluvias y se aproximaba la completa oscuridad. Remitirlo en esas condiciones era una verdadera irresponsabilidad y era tan grave como hacerle cuidados paliativos mientras avanzaba el sangrado y la inminente peritonitis que se insinuaba en el abdomen agudo que presentaba el pequeño paciente. Fue en esos momentos que sentí el indeleble e incesante llamado de esa voz interior que se manifestaba de manera inconsciente: - “Estoy contigo. Puedes lograrlo. ¡Hazlo!” Conmovido ante las lágrimas y ruegos de esa madre atribulada por el dolor y conmocionado por la inmensa responsabilidad que conllevaba esa decisión para el resto de mi vida, asumí el reto de operarlo allí mismo, utilizando el dormitorio esterilizado a las volandas con formol como sala de cirugía, el diván de examen como cama quirúrgica, un bisturí, una tijera de tejido, y dos pares de pinzas para efectuar suturas y contener vasitos sangrantes en la estación de enfermería, además de un frasco de Ketamina que guardaba como recuerdo de mi paso por las salas de cirugía del hospital universitario donde me había formado. Me apoyé en la confianza ciega y lealtad a toda prueba que me brindaron una vieja auxiliar de enfermería curtida en mil batallas y un joven inspector de saneamiento con el temple suficiente para afrontar semejante osadía. Durante un par de horas hice de anestesiólogo y cirujano, Emilia se graduó de Cirujana ayudante en ese acto temerario que permitió reparar el estómago perforado de aquel cuerpo inerte, lavar sus cavidades y luchar denodadamente para reingresar el contenido intestinal a su lugar. La secretaria del Centro trajo agua hervida en un platón en la que se disolvió el contenido de diez frascos de estreptomicina para desinfectar la cavidad y los intestinos que habían salido expelidos como el aire de una llanta pinchada. Pero al final, movidos por un soplo de inspiración angélica, logramos cerrar de nuevo el abdomen dejando un dedo de guante como único drenaje, mientras llegaban los antibióticos indispensables en el posoperatorio para cuya consecución el padre había partido a caballo en medio de la tormenta al filo del amanecer. Cuando salimos con los ojos enrojecidos por los vapores irritantes del formol, encontramos cerca de setenta personas en la sala de espera de consulta externa, con velas encendidas y en medio de una vigilia que tenía el carácter de un concilio sagrado que convocaba la fuerza sobrenatural de la fe en Dios de todos los allí presentes. Cuando se enteraron que el niño seguía vivo, todos exclamaron mirando al cielo y sollozando: - ” ¡Gracias Dios mío por habernos escuchado!” “¡Gracias Señor!” Busqué refugio en el consultorio para meditar en lo que había sucedido y ahí, intimidado ante la grandeza de Dios, agradecí su indudable intervención en ese instante de mi vida. Ocho días después lo despedía de abrazo cuando le di de alta. Retornaba a sus montañas con sus padres quienes habían hecho guardia toda esa semana, pendientes de su delicado estado, mientras una interminable romería que incluyó al alcalde y su equipo de gobierno, el cura, las monjas de la Normal de señoritas y simples curiosos, deseaban comprobar por sus propios ojos que ese hecho había sido posible.  

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