domingo, 8 de junio de 2008

Hubo una vez un comandante en "Tres esquinas" (Fragmento)



Hubo además, entre la interminable cadena de discursos de aquellos tres días de celebraciones, el que se convirtió en anécdota de toda reunión futura. Uno de los visitantes dando rienda suelta a su inveterada adicción por los clásicos y la historia antigua, comparó a San Sebastián de Huaquillas con los pueblos de la Galia Cisalpina, convencido como estaba de que los Andes exhalaban el mismo aire, tenían el mismo misterioso verde toscano que había madurado ante los ojos brillantes y el pincel conmovido de los grandes paisajistas del medioevo. “Ello es así – insistía- cuando se conoce la historia de grandeza de San Sebastián de Huaquillas. Un pueblo orgulloso de su pasado heroico, de su coraje y dignidad sin límite, que en plena Guerra de los Mil días en 1900 resistió a machete limpio por más de una semana el asalto de un batallón entero de revolucionarios que bregaba por tumbar al gobierno constitucional que había heredado la constitución de Núñez”. De esas épocas viene el estilo de saludar a lo marcial, acariciando un lado de la frente, el derecho, por supuesto. Cuando los alzados entraron al pueblo, no encontraron a nadie en las calles de piedras ensangrentadas que la lluvia no había terminado de lavar, porque hasta los muertos habían sido llevados a cuestas por los bravos luchadores. Nadie en las casonas coloniales, ni en lo más hondo de los pisos ocultos; no hallaron los caballos que imaginaban ramoneando en las cuadras, ni grano en las alacenas. Era un pueblo muerto, blanco como una tumba, colgado de un barranco de donde pendían sus tres largas calles que iban desde San Francisco hasta la vieja cárcel, donde engordaban tres viejos guardianes. El general invasor, con el rostro enlobreguecido por el aspecto que emanaba de ese cagadero con ínfulas de pueblo histórico, colonial y español, pese a los geranios y las veraneras que colgaban de los groseros capiteles de barro cocido que sostenía los ventanales, en pocos días se asqueó de la soledad, de la ausencia de mujeres musitando historias, de la falta de oír gritar ese “Susana, ven, Susana” al que estaba acostumbrado en su Caribe abierto, a niños corriendo, ancianos pulcramente abandonados en los escaños… pese al pequeño botín de los objetos no alcanzados a esconder o llevar en la presurosa fuga, optó por una honrosa retirada para no guardar en su haber la ocupación de un viejo pueblo solo, triste y abandonado.

“No me gustan los pueblos de godos!”- fue el único juicio que dejó para recuerdo. Y talvez porque cargaba con alguna pena en el alma no se sintió obligado a meterle candela por los cuatro costados como lo hicieran tantos otros en el pasado, que arrasaron, violaron, secuestraron y asesinaron en nombre de la guerra. Solo quedan borrones de una empolvada carta que escribió a una lejana amante durante aquellos días de reposo: “en un nublado y triste atardecer solo siento que apareces en las flores que sobreviven en los ventanales de este pueblo escondido y milenario que me gané en suerte en esta horrenda guerra. Pero es tan honda la soledad que no resisto más. Solo resta recobrar el aliento y salir volando como las águilas, porque aquí es imposible vivir”! – escribió desde San Sebastián de Huaquillas el general Custodio García a su novia en Turbaco- “Si supieras mi dolor –agregaba- cuando vuelva a tu lado y te cuente esta ausencia, no podrás negarme tus besos ni el refugio de tu amor. No vale la pena sufrir en la vida ni tanto padecer por amor. Tuyo del alma, C.G.”


Después del solemnísimo entierro que siguió a las carreras y angustias vividas por todos, ante la inimaginable confusión que reinó desde el instante en que Don Carlos Rojano Mantúa pronunciaba su discurso de aceptación de la Alcaldía, preparando el ánimo y conteniendo la expectación de la multitud que aguardaba el momento de la posesión para entregarse a la francachela preparada durante varios días por el criticado “comité de los catorce” encargado de organizar los festejos del cuarenta y ocho cuando se obtuvo la dignidad de municipio; después de los incontables intentos de volverlo a la vida, pese a los delicados cuidados de su viuda, del sabio Dr. Felipe Castro y los infructuosos esfuerzos del pueblo entero menoscabado por su abierta ignorancia, la antigüedad de sus fórmulas y la lamentada ausencia de medicamentos especiales en las boticas del pueblo…. El más trepidante y ensordecedor plebiscito colectivo escogió por unanimidad como candidato único del pueblo ante la terna solicitada por el Gobernador para nombrar alcalde municipal: a Sebastián!!
Solo entonces comprendimos el enorme ascendiente que tenía y sus verdaderas dimensiones como organizador y dirigente.

“¡Sabaqueños –dijo- estoy aquí por vosotros y para vosotros! Permitidme que yo os jure por Dios, –agregó luego-, que nada ni nadie impedirá que vosotros tengáis lo que os pertenece!! Juro por mi honor de hombre y de dirigente de este movimiento que nunca os traicionaré!”. Tras una pausa que no alcanzó a apaciguar el ánimo sobrecogido de emoción que amenazaba con estrangular las gargantas atenazadas, terminó diciendo a todo pulmón:
“¡Pero vosotros tenéis que jurar conmigo que tampoco vais a traicionarme!!”

El pueblo entonces olvidó por completo las reglas mínimas y como quien lanza una chispa sobre materias inflamables, explotó en gritos de júbilo y de gloria sin dar espera al abrazo, que no obstante los empujones y los brazos alargados, el polvo levantado, las banderas ondeantes y las flores pisoteadas, los amplios vestidos de las monjas estrujados en la felicitación masiva convertida en batalla campal se obstinaron en darle el propio Gobernador, los secretarios del despacho con sus distinguidas señoras y los honorables diputados autores de la memorable Ordenanza.
El hombre de las Galias alcanzó a advertir entre dientes:
“¡Ahí tienen su Duchecito!!”
Pero nadie sabía entonces de latines ni de fascios. A duras penas acabábamos de sobrevivir a los gritos del negro Gaitán.

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