domingo, 8 de junio de 2008

Aquellos dìas difíciles (Fragmento 3)



Hablamos de todo y de nada. De la necesidad de mantener la agricultura del campo, donde empezaba a observarse una hambruna silenciosa disimulada por el ventorrillo del narcotráfico. Pero fué imposible hablar de paz. Ni siquiera tangencialmente, por si acaso. De tal manera que me guardé el delicioso recuerdo de un reciente viaje, que hubiera sido como anillo al dedo para comprometerse en una buena amistad. Con él no había términos aplicables a sentimientos tan comunes entre la gente. Solamente se podía pretender llegar a la calidad de conocido, ante su hierática actitud.

-Allí, sentado en aquella banca un año antes, mientras consumía un plato de arroz con atún y frijoles, observando una pared de resanes inacabados, recordó a Walita, la vuelta bajera. Su transparencia le inspiró estas verdades. Y volvió a leer parte de sus escritos:
“Por mucho tiempo me sobrevivió el embrujo causado por la resolana del caribe, sentido en lo alto de la escalerilla del avión. La brisa del mar jugaba con el cabello suelto de las mujeres, mientras enfriaba los motores encendidos de la aeronave que nos había transportado desde Tocumen a Rancho Boyeros, en los suburbios de La Habana. Al detallar el entorno de la malla que rodea el aeropuerto, observé al abuelo Telésforo en su eterna bicicleta Philips, camino del río Güengüé; pasaría el puente de guadua, seguiría hasta la finca de la tía Matilde y luego se enterraría en la manigua hasta el comienzo de la noche, cuando volvería a recoger los pasos. ¡Pero el abuelo había muerto hacía cuarenta años en Padilla! ¡Qué hacía allí, en la Cuba de Fidel Castro, a finales del noventa y siete, ya casi comenzando el siglo veintiuno?”

“Aquella mágica, triste y absurda sensación de haber regresado medio siglo en el tiempo, me mantuvo hipnotizado durante un corto mes en la isla. Caminaba absorto, tropezando con fantasmas de mi infancia que creía perdidos en la bruma de los años. Todo permanecía estático, quieto, recién envejecido. Un perfecto hedor de herrumbre caminaba agazapado al paso de los hombres y mujeres aferrados a sus viejas ciclas, transpirando un aliento de dignidad, parecido al que sobrevivió en la mirada de los negros del norte del Cauca, mucho tiempo después de ver sus fincas convertidas en mares de caña de azúcar. El mismo mar, la misma caña y el mismo azúcar que amargaba aquí y allá la mirada de los hombres, bajo la canícula hirviente que ataba la piel tostada y reseca a unos esqueletos mantenidos en pié, por capricho y generosidad del mar.”

“Despojado del ceñido hábito de las vidas vividas hasta entonces, comencé aquel fisgonear de buhonero por las calles inundadas de gritos de pregoneros; altos, descascarados y coloniales edificios mostraban con un desparpajo inocente a través de las derruidas puertas, el vientre de una inocultable pobreza. La ausencia de carros y la aturdidora molicie urbana, no lograba disimular el ruido que hacían los niños, los juicios altisonantes que hacían las mujeres de una ventana a otra, las carcajadas batientes de los jugadores de dominó enronquecidos por el humo de sus tabacos y los alegres sarcasmos conque mataban los días sin término. Allí nada pasa. Ni siquiera el descomplicado ingreso de las jineteras llevando de la mano el hilo de su última conquista, gradas arriba, lograba perturbar el hálito de trágico acomodo a una chocante y grosera realidad.”

-“¡Mierda! De modo que esto es la revolución! Nadie me lo va a creer, carajo!”- era el sarcástico axioma que observaban mis ojos.

-Deslumbrado la descubrió, allí estaba, enmohecida y semienterrada la cuna de la cultura latinoamericana. Divagaba envuelta en las volutas de bruma y tabaco y ron, con ese ropaje encubridor de toda nuestra malhadada condición. En el vórtice de aquel huracán endemoniado podía verse que cuanto tenemos de pintoresco, extrovertido, sensual y perturbador, nos viene de allí. Susceptibles, ardientes, apasionados, intransigentes, soñadores, idealistas, irresponsables, lengüilargos, posesos de divinidad, así éramos todos en esta vuelta del mundo. Rezumábamos sensualidad. Sobretodo eso. Una dicharachera, disparatada y volátil sensualidad que tan fácil hacía erupción con la chisporroteante fuerza de las olas en el malecón, como luego se tornaba en dura, melancólica, fría, superficial indiferencia que solo nosotros somos capaces de provocar y padecer. Aquel viaje a Cuba le permitió conocer mejor su alma, quizá porque fue tan honda la conmoción y el contraste entre el dolor visceral que le provocó sacarse sus más recónditos ideologísmos y encontrar con alborozo que hay axiomas que allí terminan convertidos en mentiras verdaderas, como aquel insólito regreso al pasado con solo bajar de un avión y terminar aceptando que el tiempo no existe-.


“Walita, –en realidad su verdadero nombre era Marcia Waleska- tenía un aire de misterio, una rara mezcla de tristeza seductora y enigmático silencio, que la hacían diferente a toda la camada de burbujeantes jineteras que se tomaban por asalto la avenida del malecón frente al hotel Nacional. Su piel blanquísima centelleaba bajo la pálida iluminación del monumento a Máximo Gómez, donde hablamos por primera vez. La voz sedosa y enronquecida, tenía una firmeza que advertía de un carácter endemoniado. Y aunque el primer concepto que esgrimió sobre el héroe dominicano, hacía presagiar una ignorancia enciclopédica, con los días, fué mostrando la sólida convicción de que para ella, la historia estaba llena de jirones de la existencia y que vivía en abierta contradicción con las verdades del gobierno, para demostrarse a sí misma que la libertad era como el aire.”
-“Si me quitas el aire, tú lo que quieres es matarme, vaya”!- le dijo ella muy seria.
“Las mujeres odiaban hablar de política en dondequiera que estuviesen. Era un tema muerto, que les recordaba la razón de la sinrazón por la cual se sacrificaban una vez más. Walita solo se hizo eco de mis pensamientos cuando recorrimos en el desvencijado carro de Andrés, los bulevares arbolados que refrescaban las grandes mansiones de Miramar o cuando descubrimos los arabescos de hierro de los faroles del viejo puerto natural de La Habana. En la Bodeguita del Medio escribió un rápido graffiti mientras nos servían el siguiente mojito: “el último que salga, apaga la luz”. La frase tenía un suave aroma de sedición.”
-“Cuando la gusanera apoyada por Kennedy se metió en Bahía Cochinos las mujeres nos
sacrificamos. Cuando nuestros hombres se fueron por todo el mundo a hacer internacionalismo proletario, las mujeres también fuimos las sacrificadas. ¿Cuándo la guerra en África, quiénes pusieron el pecho aquí, mientras los muchachos peleaban en Angola y en Namibia? Y luego, con cada nuevo esfuerzo que pedía el Comandante, en la zafra, en las cosechas de tomate, de papa. Mira. ¿Qué tú crees que produjo el “periodo especial” de la economía, después que se derrumbó la Unión Soviética y aquí comenzó todo el mundo a tirarse al mar, a irse para los Estados Unidos, sino es esto? –decía moviendo rítmicamente las manos en una representación inequívoca- Quienes son las sacrificadas...Ah?” Aquí la política se la dejamos a los babalaos para que la exorcicen, oíste?”- El discurso exhalaba un peregrino resumen de la propaganda del régimen sin esconder cierto tufillo de amargo desencanto.
Las cejas oscuras enmarcaban unos ojos claros que miraban dando la impresión de lejanía. Pero cuando callaba, la mirada tenía una ternura inefable que parecía dar refugio a una orfandad desconocida. Entonces humedecía con estudiada suavidad los labios y volvía a escudriñar el horizonte con la paciencia de una gata, y la expresión recuperaba ese aire de indiferencia aparente. No era una mujer hermosa, pero era un encanto de mujer. Tenía el atractivo de las mujeres inteligentes, abiertas a la madurez y cansadas ya de disimular lo que en verdad eran, por el temor de asustar a los hombres.
-“Amo tanto a esta isla, que lo único que me trastorna es pensar que por amor termine creyendo que puedo ser feliz lejos de aquí” – le confesó serena -. El amor sobrevive mientras haya alegría, pero se acaba cuando uno se cansa de escuchar la quejumbrera de los hombres. Igual debe ser con ustedes. Aunque a los hombres, ni los hijos los amarran. Solo “zingal”. – Al instante evocó a Mechitas y sus violines gitanos. Aunque la referencia de Walita hacía referencia a nuestra indomable condición concupiscente.

La afirmación guardaba una dureza inobjetable, sórdida y cierta, confirmada con el paso de los días. La revolución no había prohibido el amor, pero lo hacía cada vez más inalcanzable. El resquebrajamiento de la tabla de valores había convertido a los amantes en unos proscritos, porque en la búsqueda de su propio lugar, en la construcción de un nido, le demandaban al estado imposibles. Los amantes, solamente encontraban un refugio para el amor, internándose en la selva densa, enmarañada y cruel de los instintos sin prejuicios. Todo se podía compartir pero era casi imposible mantenerlo vivo con el paso del tiempo. Así, hablar de hijos era una utopía enmarcada por el dolor de haberlos tenido y de no poder mantenerlos. La cháchara propagandística de las libretas de racionamiento, no lograba cambiar el sentimiento de frustración frente a la maternidad y las bodegas maltrechas y vacías, causaban heridas más hondas, que los anaqueles repletos de productos importados en las tiendas de recambio de divisas.

Walita quizá estrujando sus sueños, jamás pensó que esto o aquello la hacía infeliz.

-“¿Qué tu crees que le gusta a una mujer Cubana” –preguntó de sorpresa, mientras exigía silencio a sus compañeras del malecón- “un hombre con una pinga grande, malencarada, que te la meta y te haga sangrar, o un hombre tierno, que la tenga pequeña, pero que la sepa usar con arte?” –Caí ingenuo en su inesperada red -.

-“Uno que la sepa usar con arte” –filosofé, pretendiendo darle cabida a una relación apasionada y gratificante a la vez.

-“¡Otro que la tiene pequeña!”- exclamó el coro de compinches, celebrando con algarabía.

Era inevitable disfrutar la alegre camaradería conque todos ahuyentaban la angustia, con la misma entereza conque el rompeolas devolvía al océano la espuma de su fuerte oleaje, sin importar el rugido que terminaba convertido en brisa refrescante.

Dábamos un paseo en una carreta de los tiempos coloniales, en Cárdenas, ya al atardecer, cuando unos músicos callejeros lograron lo que hasta entonces parecía un ajedrez. Walita recostó la cabeza en mi hombro y musitó con la voz más deliciosa del mundo:
“Mira que esa música me está matando por dentro” –musitó al oído, tratando vanamente que nadie más lo supiera -.
Los enigmas y las veleidades de la revolución fueron refundidos para siempre, desde ese momento.
-“Los guajiros somos gente aparte. Somos incapaces de esconder los sentimientos, de guardarnos las cosas. Lo que sentimos, terminamos gritándolo a coro. Pero somos unos guajiros sentimentales.”-
Una furtiva lágrima se escapó rauda por sus mejillas, mientras el instrumentista del laúd clavaba su mirada de esperanza y fuego en nosotros. Humedeció los labios, con la misma picara fruición con que lo había hecho la primera noche junto al mar y prosiguió, abiertamente conmovida por las alegres notas que interpretaban los músicos.
–“Tú no te me puedes ir sin saber lo que estoy sintiendo por ti, oíste?”-
“Supe entonces que mis días de paz estaban contados. Fueron muchas horas bailando, en un parque animado por espontáneos románticos que querían compartirlo todo: recuerdos, anécdotas de los tiempos de Matamoros, de Beny Moré, de todos los ídolos anteriores a la revolución. Al amanecer, tenía la voz llena de matices cercanos que habían permanecido ocultos por la sombra de la dignidad. Su risa fresca le permitía llorar y cantar sin asomo de vergüenza. Y todos a una, le dábamos cobijo a su desnudez espiritual, con la misma bienhechora sensibilidad que nos había provocado. Fue una noche inolvidable aquella, en que la química de la música hizo y deshizo con la química del poder. Una extraña sensación me conmueve al evocar los recuerdos de aquella noche en Cárdenas. La imagen móvil de las alegres volandas de la abuela Juliana y el abuelo Telésforo, bailando a la luz tenue de los faroles, en aquel parque mágico de la isla”.



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