viernes, 2 de mayo de 2008

DESDE LA CIUDAD MATERNAL



(Con motivo del terremoto que semidestruyó a Popayán en marzo de 1982)

DESDE LA CIUDAD MATERNAL


“Tu vives del pasado. Púrpura de razas soberbias
en prófugo instante volaba quemando tus hombros;
y en púberes gajos te reían las pomas de miel…
¡Levanta! ¡La túnica fulge de dolor y heridas!
Acuden tus buenos y el rostro marchito restauren,
¡Y mullan tus sendas con hojas de nuevo laurel!”

Ciertamente se necesitó este río de dolor para comprender el profundo significado que en el corazón de la patria ha dejado a través de los años el meridiano espiritual que nace en Popayán. El sacudimiento colectivo, el sentimiento de pesar del país y aún la voz clamorosa que nos llega desde todos los rincones del continente como obedeciendo a las razones más hondas que esconden en su intimidad los pueblos, nos han hecho redescubrir sin misterios pero con satisfacción sublime, que Popayán seguía rediviva allí, a lo largo y ancho de la nacionalidad, palpitando en el corazón herido de cada Colombiano, sangrante, extática y lúgubre, en la memoria de millones de compatriotas.

Por los amplios ventanales de La Moncloa, sus nuevos huéspedes miraron hacia el pasado la enhiesta figura de Don Joaquín de Mosquera y Figueroa, cuando a comienzos del pasado siglo y en reemplazo del cautivo Fernando VII, haciendo las veces de Regente, sancionaba la Constitución de 1812, expedida por las Cortes de Cádiz. Y había nacido en Popayán, en la región del Cauca, Virreinato de la Nueva Granada, una de las tantas desconocidas provincias ultramarinas de la España Grande.

¿Y por qué España en nuestra angustia presente? Porque España sembró lo más selecto de su estirpe e irrigó a manos llenas los privilegios del poder a sus ciudadanos en estas provincias. Y fue precisamente aquí donde florecieron como una generación de cíclopes incontenibles los Torres, los Caldas, Mosquera, Ulloa, Caicedo, Arboledas, Quijano, López, Obandos y Zeas, Cabales y Ortices, Pombos y Fernández de Soto, Gambas y Borreros de entonces, que renegando de las mieles de sus cunas hicieron respetable y triunfal la turbamulta que desgajó los brazos del imperio.

Aquel mirar sereno y profundo de la vida que impregnó la existencia de Popayán desde los albores mismos de la nacionalidad, su cultura ancestral, sus insobornables valores religiosos que permanecen aún en el subfondo de la conciencia igualitaria de la nueva generación como un patrimonio incuestionable y vivificador que le ha permitido sobrellevar con dignidad la hora amarga, el peso ineludible de las huellas de un pasado honrado con la sangre patricia que nutrió las bases de la balbuciente democracia del pasado siglo, la comunitaria procesión de intelectualidad que ha trashumado por Santodomingo ininterrumpidamente por cerca de dos siglos ya, todo ello, ha convertido a Popayán lenta pero de manera inexorable en la capital espiritual de Colombia. Y como tal ha sido recibido el golpe por el país.

Desde la vieja Cartagena de Indias del Tuerto López se siente el aire enrarecido de la derrota que ha impuesto la naturaleza al orgulloso Cauca. Pero desde allí y por todos los caminos del Estado se sienten la indeclinable voluntad de reconstruir la villa sagrada, el altar de la patria como dijera el primer mandatario de tan costosa decisión nacional.

Porque esa nueva Popayán muestre unas manos limpias al futuro, con escudos de hidalguía exentos de la herrumbre esclavista que separó la sangre anónima de la sacra que cantara el gran poeta, porque el dolor colectivo no es propiedad exclusiva de las casonas blancas sino de esa nueva mezcolanza hirviente de mestizaje vivo que recorre lacerada también, sus calles enlodadas, sus estrecheces derruidas, con sus hijos hambreados, sus soledades descubiertas a la intemperie de los explotadores de la noticia o del dolor, sus manos extendidas a una desocupación sin atenuantes y la mirada perdida en un futuro sin perspectivas. Y porque hermanados ahora, más que nunca en el pasado, estamos dispuestos a edificar un hogar más amable, confiemos y exijamos que nuestra ciudad fecunda sea reconstruida brindando igualdad y solidaridad para todos, sin los privilegios exclusivistas que subsistían en el reciente pasado, sin odiosas discriminaciones propias de otras épocas, sin querer convertir la respuesta nacional en un negocio personal. Es la posición digna que el país espera de nosotros. Y vamos a dársela con generosidad propia de la riqueza espiritual que nos ha caracterizado.

Reconstruyamos la Universidad haciéndola más humana y polifacética como popular, propia de un pueblo obrero y de una clase media en vía de tecnificarse; demandemos urbanizaciones menos alejadas de nuestra condición clasista, donde quepamos todos sin estrecheces pero sin distinciones caprichosas; recreemos nuestros talleres y fábricas, nuestros teatros y monumentos, nuestras iglesias y escuelas, pensando únicamente en el hombre del mañana. El único digno de todos nuestros desvelos.

(Publicado en PROYECCION DEL CAUCA, abril de 1982)



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