RECUERDOS DE UNA SERENATA CON LUNA
La otra noche de viernes cuando cruzaba sudoroso bajo las heliconias rubras, los chiminangos húmedos adornados de tulipanes africanos y nidos de enredaderas, la nube de herreros, leñadores, carboneros, guaqueros, arrieros, buhoneros y organilleros que invadían la biblioteca mientras era transportado en el tiempo por el delicioso libro de Eduardo Santa “La Colonización Antioqueña”, el encanto se deshizo como una pompa de jabón cuando ingresó como una exhalación por entre las hendijas, el cálido abrazo de una serenata con mariachi:
“No hace falta que salga la luna
pa venirte a cantar mi canción
No hace falta que el cielo esté lindo
pa venir a entregarte mi amor.
No encontré las palabras precisas
Pa decirte con mucha pasión:
Que te quiero con toda mi vida
Que soy un esclavo, de tu corazón”
Mientras los diez músicos seguían interpretando la “Serenata sin luna” de José Alfredo Jiménez, todo el conjunto residencial se había desplazado hacia las ventanas. Por los corredores y gradas ascendía el mensaje alado:
“…en el otoño, cuando las hojas caigan
Tendrá tu vida una nueva ilusión…”
Una sensación de disgusto amable se percibía en quienes habían sido despertados, aunque una serenata lleva implícitos sentimientos personales tan valiosos y sublimes, que todos acceden generosamente a compartir un par de horas de insomnio, de solidaria comprensión.
Después fue la inspiración de Maria Grever:
“Cuando vuelva a tu lado
no me niegues tus besos
el amor que te he dado
no repitas jamás……..
No me preguntes nada
Que nada he de explicarte
Si el beso que negaste
Ya me lo puedes dar..”
Recordé las premisas sobre las cuales construía castillos románticos el inolvidable Rubén Ramírez: -“Ahí donde terminan las palabras comienza la música”- repetía con un toque de solemnidad, mientras exorcizaba el hielo que levitaba en los vasos de Buchanan.
Es imposible sustraerse a la fantasía indefinible que conlleva un concierto en medio de la noche. No lo fue para la doncella de Perth cuando el propio Bizeth dirigió la orquesta que interpretó en los grandes salones cortesanos su magnífica serenata, como tampoco pudo serlo para Pierné o Toselli. Clásicos serenateros de los pasados siglos fueron a su vez Romberg (“El príncipe estudiante”), Mozart (“Don Juan”), Offenbach (“Barcarola”), y Tchaikovsky (“Romeo y Julieta”), porque en todas las épocas, en todos los idiomas y por las mismas razones de amor y desamor, de ternura y desolación, de inspiración sublime o pasiones abrasadoras hombres y mujeres escriben y dedican serenatas ya se llamen Schubert, Mascaghi, Berlioz, Donizetti, o Lara, Manzanero, Discépolo, Villamil, porque en una serenata vivifican el murmullo de los sentimientos que no pueden permanecer ocultos y el vuelo de las notas es un libro de poemas abierto que transmite lo indecible.
Los que sucumbimos con respeto ante la pródiga gentileza de la composición romántica del Caribe, propondríamos una serenata solo de cuerdas, con un trío que mantenga la esencia de los tradicionales Tres Reyes, Los Tres Ases o Los Panchos, y sugeriríamos las inmortales: “Tu me acostumbraste”, “Contigo en la distancia”, “Sin ti”, “Regálame esta noche”, e “Irresistible”, porque en la serenata latinoamericana aún sigue vivo el mensaje a la manera de Agustín Lara, Alfredo Gil, Chucho Navarro, Pepe Guizar, Rafael Hernández, Pedro Flores, Bobby Capó o el gran Roberto Cantoral.
Han cicatrizado tantas heridas inflingidas con “Mi corazón cerró la puerta”, “Buenas noches mi amor”, “Embrujo”, “Las verdes hojas del verano” o abierto tantas ventanas que permanecían cerradas, que a lo mejor a nuestros países les deberíamos enseñar a escuchar más para aprender a odiar menos y poder conquistar la libertad infinita de tolerarnos más. ¿Quién osa discutir la libertad de darse un amor sin límites cuando se interpreta “Voy a apagar la luz”, de Armando Manzanero? O negar que el ardor de la desilusión quemará por igual cuando el mariachi haga suyos los versos de Federico Méndez o Fernando Maldonado cuando compusieron “De qué manera te olvido” y “Por tu maldito amor” o José Alfredo Jiménez en “Que te vaya bonito”?.
“Yo soy como el chile verde, llorona
Picante pero sabroso! -gemía como animal de monte Chabela Vargas-
No sé qué tienen las flores llorona,
Las flores del camposanto
Que cuando las mueve el viento llorona
Parece que están llorando!
El romántico mundo de la noche se ha extraviado, ha tomado un giro trágico y fatídico para los serenateros. El sereno hace estragos en la conducta de los hombres, como aquel amanecer inolvidable para un reconocido trío de la ciudad que fuera contratado por un par de alegres bohemios de cuyos nombres (Diego y Javier) quisieran olvidarse. Los invitaron en “Aquí es Miguel” a compartir unos tragos de aguardiente, concertaron una serenata para despertar a la novia de uno de ellos en el barrio Tequendama, lo cual posteriormente resultó ser una farsa y hasta los acompañaron con sus voces en las tres primeras canciones:
“Somos”, Gracias a la vida”, “Una aventura más” y “Adios”
Pero ni siquiera entonces el trío de marras supuso que el título de las canciones escritos en un sobre de manila, llevaban aquel mensaje cifrado de los guaches del amanecer:
“Somos”, Gracias a la vida”, “Una aventura más” y “Adios”, porque al promediar la serenata, se fugaron sin pagar la cuenta a los enfurecidos músicos.
“Soy la sombra de una pena
soy el eco de un dolor,
quiero olvidar!
¡Quiero encontrar perdón..!
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