La mañana de aquel miércoles de neblinas huidizas y eucaliptos inquietos Miguelito Valdés había abordado el teleférico de Monserrate no porque tuviese el sueño premeditado de mirar por última vez la ciudad, sino porque en su caminata se había topado con un agradable grupo de trasnochadores impenitentes del Valle del cauca y llevado por una ráfaga de confianza, les había seguido la corriente, aceptándoles discutir el tema eterno de su peregrinar de siempre: la música. Sin la amargura de las desilusiones ni el peso del olvido que iba adquiriendo su fama legendaria de antaño, disfrutó el escándalo que causaba en los peregrinos la grabadora inmensa que desgranaba aquellos boleros morunos de su viejo amigo Tito Rodríguez. Pero ni en ese momento ni después a lo largo del día intuiría que el tiempo es un insobornable testigo de la existencia y que sus horas estaban contadas.
Seguramente hubiese disfrutado el incógnito de aquella fuga de la realidad sino fuera porque, mas que libertad, era búsqueda de aire puro para un cuerpo golpeado por el tufo de los cabarets y el humo sempiterno de los habanos “Cohíba” con que exorcizaba sus presentaciones, sino lo hubiera delatado su caminar desenvuelto de Caribe indomable, el sombrero negro de bailarín de milonga y su traje todo negro cortado sobre medidas en Los Angeles donde residía. Pero Miguelito Valdés, Mr. Babalú como se le conocía en los medios tenía el alma abierta y el espíritu desenvuelto que lo convertían sin proponérselo en el centro de atracción donde quiera que se presentase. La ocasión era válida.
La gloria de haber sobrevivido a la herrumbre de la revolución Cubana le había convertido en un vagabundo célebre, así como errantes y exitosos deambulaban como corsarios sus compañeros de exilio: Miguel Matamoros, Arsenio Rodríguez, y Celia Cruz. En su fardo de recuerdos estaban las grandes orquestas: Casino de la Playa, Xavier Cugat, la Sonora Matancera, su propia orquesta y cualquier multitud de conjuntos que compartían el sentimiento colectivo de su ancestro afro caribe, la magia sensual de su voz tribal y el canto mulato de sacerdotiso en que se convertían sus presentaciones. En cada actuación, emitía aquel mensaje alado que transportaba a otros tiempos:
-“A é! Che che re bruca maniguá, mira que bruto bruca maniguá, a é!”-
…porque había en él una fantasía erótica cuando sus manos golpeaban la tumbadora y bajo el conjuro del cencerro, los saxofones y trompetas, el público sentía un ansia indefinible de libertad y el recuerdo sublime de un bien perdido en el pasado.
Aquella tarde, arregló sus maletas pensando en que tal vez al finalizar el Show de media noche en el Hotel Tequendama, llegaría tan cansado que sería incapaz de hacerlo. Una premonición sutil lo había movido a telegrafiar a su esposa que regresaría dos días después, pese al desarraigo que le causaba el tráfago de Los Angeles. Solo sería unos cuantos días, porque sus verdaderos sueños eran volver a la playa, cualquier playa, cualquier mar, donde se pudiera sentir la cercanía del sol, el agitado paso del tiempo en las palmeras y la nostalgia de siempre Todos sabíamos que su música era tan solo el lenguaje cifrado con que invocaba los recuerdos, los afectos indelebles, los rencores proscritos y los sentimientos confusos con que cada cierto tiempo añoraba a Cuba…su gente, su brisa tibia cargada de alivio, y el encanto indescifrable que ocultaba cada rincón de la cada vez más lejana isla.
En la noche, la presentación estaba cargada de la misma nostalgia. Los mismos admiradores de ayer, algunos pocos que habían estado en su concierto popular de la Media Torta que se acercaban para que les firmara autógrafos, los que registraban el recuerdo mate de una fotografía donde aparecerían los ojos almendrados cargados de presagios ya, bajo unos párpados enrojecidos y abotagados por el peso del insomnio.
Había cantado a placer. Su voz metálica, un tanto enronquecida por el tapiz del tabaco, llenaba los tres costados del apretujado salón, cuando la sangre fascinada por el instante de gloria le trajo el sabor de la resolana de Cartagena de Indias:
-“En la playa blanca de arena caliente, hay rumor de cumbia y olor a aguardiente…”-
Sintió que era una oportunidad más que le daba la vida de combinar su soledad interior y los afectos del pasado, por lo que se levantó y anunció alegremente:
-“Y ahora, para todos ustedes, de mi compadre José Barros, Navidad Negra!”-
En ese momento se fue desmadejando como una ola que termina el recorrido de su existencia en cualquier playa solitaria. Y ante el público mudo, sorprendido, estupefacto de aquel amanecer del 8 de noviembre de 1978 en Bogotá a 2.600 metros sobre el nivel del mar, murió Miguelito Valdés, el misterioso Mister Babalú, cuyo son eterno llevamos con nosotros.
(Publicado en OCCIDENTE abril 10 de 1994)
viernes, 2 de mayo de 2008
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LA ÚLTIMA NOCHE DE MISTER BABALÚ
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