Navegábamos a la deriva por las callejuelas de Cartagena de la mano de esta permanente inspiración de Maria Mercedes, reviviendo los chispazos de Daniel Gil Lemus:
-“Yo no brindo por los bellos,
Solo brindo por las bellas.
Mas, también brindo por ellos
Pero por los vellos d’ellas!”-
Los disparatorios de Alberto Mosquera, alguno de Carlos Villafañe, las acrobacias Becquerianas del nunca bien ponderado Ciro Mendía y por supuesto, al toparnos con la plaza de la Inquisición volvimos a Luis Carlos López, a su lúcida conciencia de la complejidad de la vida y la pobre condición del cascarón humano que la consume.
Eran los tibios días del solaz empeño por borrar las fisuras de la inseguridad de los amores en la edad más verde, y el concierto evocador de la plaza invitaba a disfrutar la acuarela postal y la plástica acústica de los versos del Tuerto. Ya cuando terminaba de contarle una vez más su “Muchachas de provincia”:
-“Muchachas solteronas de provincia, que los años hilvanan
leyendo folletines
y atisbando en balcones y ventanas…Muchachas de provincia,
las de aguja y dedal, que no hacen nada,
sino tomar de noche
café con leche y dulce de papaya…Muchachas de provincia
que salen, si s que salen, de la casa
muy temprano a la iglesia,
con un andar doméstico de gansas…Muchachas de provincia,
papandujas, etcétera, que cantan
melancólicamente
de sol a sol: Susana!, ven..Susana!...
Pobres muchachas, pobres
muchachas tan inútiles y castas,
que hacen decir al diablo,
con los brazos en cruz: ¡Pobres muchachas!”-
Hice algún comentario al desgaire sobre aquel inolvidable soneto del Tuerto López a Cartagena de Indias (“A mi ciudad nativa”), cuando se nos acercó un hombre enjuto, con esa piel endurecida que distingue a quienes disfrutan de la resolana del Caribe. Una frente brillante salpicada de pecas evanescentes apenas disimuladas por un sombrerillo duro de antiguo bailarín de TAP daba cabida a sus ojos firmes, vivaces, pese al halo volátil de nostálgica senectud que hacía sombra a sus pupilas.
-“Ese era un renegado del carajo!”- terció con una voz amable exenta de formalismos e impermeable a la consideración.
Observé con atención aquellos ojos casi azules, hieráticos, que revelaban la sabiduría del hombre que conoce al dedillo el misterio de la otra cara de la medianoche, inmune a la incertidumbre.
-“Eduardo Lemaitre, un servidor más”- se presentó sin solemnidades. La brisa abanicaba los hilos de su guayabera.
De inmediato nos convertimos en cómplices irreductibles del cansancio de vivir angustiado por la certeza de saberse escuchado, leído, comprendido y aceptado. Nos dimos cuenta que deambulaba cansado de temblar ante la incertidumbre del porvenir pero preparado para sucumbir ante el asedio implacable de la vejez. Fue cuando nos lanzó aquel hálito de perturbación que aún retumba en mis recuerdos:
-“Es que Luis Carlos López proviene de lo que queda de rancio de la aristocracia de Cartagena!”-
Entre las ironías de Eduardo, sus mordaces críticas que se me antojaban innecesariamente implacables, pese a que escuchábamos arrobados el vaivén de sus afectos íntimos y sus desencantos literarios. Sin embargo y pese al deslumbramiento por la facilidad con que se desenvolvía en ese laberinto intrincado de verdades aparentes y espejismos reales, el Tuerto hacía de las suyas en mi memoria:
-“Noble rincón de mis abuelos: nada
como evocar, cruzando callejuelas,
los tiempos de la cruz y de la espada,
del ahumado candil y las pajuelas…
Pues ya pasó, ciudad amurallada,
tu edad de folletín…las carabelas
se fueron para siempre de tu rada.
¡Ya no viene el aceite en botijuelas!
Fuiste heroica en los años coloniales,
cuando tus hijos, águilas caudales,
no eran una caterva de vencejos!
Más hoy, plena de rancio desaliño,
bien puedes inspirar ese cariño
que uno le tiene a sus zapatos viejos…”
-“ Y es que a ese carajo nos lo volvió grandioso el Bebé Martelo cuando fue Alcalde de la ciudad, mandando a hacer los botines esos que están ahora mismo frente al castillo de San Felipe de Barajas. ¿Imagínate el contraste: el heroísmo frente a la chabacanería!”- agregó con una mezcla de nostalgia y desdén.
No obstante, Eduardo Lemaitre, quien estaba acompañado del historiador Donaldo Bossa, padecían esa rara dolencia de la amabilidad costeña que suscita una confianza inmediata, dejándolo a uno presa de una cordialidad diáfana parecida a la plenitud del amor.
-“Por supuesto que de la aristocracia de Cartagena solo quedan unos cuantos quinquerones “tente en el aire” que ni ponen ni dejan hacer!”- terminó asegurando guasón.
Lemaitre escribía bajo la fascinación y el embrujo que le provocaban los recuerdos de las galeras y bergantines mientras observaba el mar incandescente desde la iluminada colina de La Popa, hendiendo la bruma con sus ojos achinados por la brisa marina, recalando en las velas grisáceas de las carabelas del siglo XVI que orzaban al sur para ingresar por Bocagrande a su Cartagena del alma.
Los galeones le consumían la imaginación febril poseída por el tráfago del tiempo, las caravanas de traficantes de piedras preciosas y los bucaneros de espanto, seguían desfilando en sus páginas sobrecogidas por la dura realidad de la historia rediviva en sus obras claves:”Breve historia de Cartagena de Indias”, “Cartagena Colonial”, “Rafael Núñez: el solitario del Cabrero”, “Colombia y su separación de Panamá”, etc.
En sus pensamientos se llenan de color los careneros de la Marina Real Española y vuelven a apretujarse los pescantes con el embarque o desembarco de cañones de artillería; los trajineros sofocados continúan martilleando en las playas donde se reparan y carenan los barcos, bajo el grito de los capataces, el canturreo de los marinos y las exclamaciones de los esclavos.
Buen viaje Eduardo! Vete feliz como una gaviota a tu reencuentro con el Tuerto!
(Cali 25.11.1994)
0 comentarios:
Publicar un comentario